Una lección de (buena) economía
La economia del bien comun-REFLEXIONES DEL NOBEL JEAN TIROLE
Antonio ArgandoñaEl mercado necesita instituciones, leyes y normas que favorezcan la transparencia y la competencia
En nuestra sociedad dividida por la crisis económica, que rechaza el diálogo y busca soluciones simplistas para
problemas complejos, es muy necesario que se alcen voces que propongan
amplitud de miras, que nos ayuden a entender a los que piensan de otro
modo, a salir de los supuestos de siempre y a no aceptar sin escrutinio
las recetas populistas o partidistas. Jean Tirole, prestigioso economista francés, premio
Nobel de Economía en 2014, es una de esas voces, que habla con
sencillez y humildad en un libro reciente, 'La economía del bien común'
(Barcelona, Taurus, 2017).
No voy a contar lo que dice, porque el libro es grueso (más de 550
páginas), aunque su lenguaje no es técnico. Sí que me referiré a
algunos de sus mensajes, que, como he dicho, necesitamos escuchar hoy.
Por ejemplo: seamos conscientes de las limitaciones de nuestro
conocimiento. O, tomando las palabras de otro gran economista de hace un
siglo, “en las ciencias sociales no hay verdades absolutas (excepto
esta, claro)”.
Normas sociales y rutinas de comportamiento
Esto es muy útil para los economistas, porque, a estas alturas de nuestra ciencia, ya sabemos que los seres humanos no somos tan racionales como
dicen nuestros modelos; que nos dejamos influir por las normas sociales
y por las rutinas de comportamiento; que la información está repartida
de modo muy desigual, y que frecuentemente creemos lo que queremos
creer, no lo que se presenta ante nosotros. Y me atrevo a poner énfasis
en estas limitaciones y tergiversaciones, porque las sufrimos todos, también los ciudadanos de a pie.
Entretodos
“Pero, si esto es así, ¡estamos perdidos!, dice el lector”.
Nuestros 'expertos' no son de fiar en lo que nos dicen, y nosotros, los
que les escuchamos, tampoco. Bueno, esto ya lo sabíamos desde hace
siglos. Para eso hemos 'inventado' algunas soluciones. Una es el
mercado, que Tirole defiende, pero con mucho realismo. El mercado
necesita instituciones, leyes y normas que los protejan, que favorezcan la transparencia y la competencia (¡oh, qué importante es la competencia, subraya Tirole!).
No hay que esperar que los legisladores y reguladores lo vayan a hacer mejor que trabajadores, empresarios y consumidores
Eso da entrada al Estado. Pero sus representantes tampoco son de
fiar, porque muchas veces persiguen intereses privados y sufren los
mismos sesgos que los demás. No hay que esperar, pues, que los
legisladores y reguladores lo vayan a hacer mejor que los trabajadores,
empresarios y consumidores. Lo que hay que conseguir es que los
políticos vigilen que los que toman decisiones no creen incentivos perversos, que
producen resultados ineficientes e injustos. La gente, dice Tirole,
suele reaccionar a los incentivos; si estos son malos, las decisiones
serán incorrectas.
Por ejemplo, una empresa grande tratará de bloquear la entrada a
nuevos competidores; un sindicato poderoso tratará de proteger a sus
trabajadores, a costa, por ejemplo, de los que acaban de llegar al
mercado laboral o de los que están en el desempleo, y un partido
político tratará de proteger a los que le dan financiación, aunque a sea
a costa del interés de todos los ciudadanos.
Supuestos, soluciones y argumentos
Tirole comenta un amplio listado de temas de actualidad, desde el
cambio climático hasta el proteccionismo comercial, desde la gestión de
las plataformas digitales hasta el alto desempleo que hay en Francia
(¡qué diría del que tenemos en España!), desde las burbujas
especulativas hasta la regulación de las instituciones financieras. El
lector encontrará buenas discusiones de los supuestos, las posibles
soluciones y, especialmente, de los argumentos que solemos dar los
economistas para entender las consecuencias, casi
siempre negativas a un plazo no tan largo, que tienen las “geniales”
soluciones que se les ocurren a otros economistas poco cuidadosos, sobre
todo si trabajan para políticos poco responsables.
El lector no tiene por qué estar de acuerdo con todas las propuestas de Tirole. Por ejemplo, me parece que su concepto de “bien común” es
demasiado limitado, porque no quiere hurgar en las entrañas del proceso
de toma de decisiones que analizamos los economistas. Su ética es la de
tener en cuenta los intereses de todos, algo necesario, pero
incompleto. Pero, a pesar de todo, me parece que vale la pena que
hagamos todos, los economistas primero, los políticos después, y los
ciudadanos al final, un ejercicio de reflexión y diálogo sobre
nuestros problemas. La economía del bien común puede ser especialmente
útil en nuestras universidades, en las que lo políticamente correcto o
lo que es aceptable para ciertas opciones ideológicas puede suponer un
freno a la hora de hacer buena economía.
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