Capital social y bienes comunales
El capital social ha sido objeto de estudio por parte de todas las ciencias sociales en las últimas décadas (ver un par de contribuciones en este blog aquí y aquí). Es un concepto fascinante, capaz de explicar tanto diferencias en el desarrollo económico de países o comunidades, como el funcionamiento de instituciones y democracias. A la vez, es un concepto intangible cuya medición puede ser complicada. En un estudio reciente, nos proponemos entender mejor el capital social en sentido amplio. En particular, nos preguntamos por su origen, cómo persiste a través del tiempo, y cómo afecta al desarrollo económico. Para ello, nos centramos en la experiencia de los bienes comunales en Catalunya.
Los bienes comunales son recursos gestionados colectivamente, desde campos para cultivos, pastos o recogida de frutos y madera, hasta salinas o sistemas de riego (el papel que cumplían en las comunidades rurales ha sido explicado aquí). En la mitad norte de la Península Ibérica, los patrones de repoblación en las fases iniciales de la Reconquista cristiana (722-1492) favorecieron la aparición de estos bienes comunales en los pueblos que se establecían. Un patrón recurrente consistía en rodear el núcleo urbano de parcelas pequeñas o medianas para su cultivo intensivo por parte de las familias residentes, y en el siguiente círculo concéntrico declarar las tierras comunales para uso y disfrute de los vecinos. Un grupo de investigadores ha mostrado para una parte de Catalunya que, efectivamente, las fronteras de los pueblos del Antiguo Régimen coinciden con los límites de los bienes comunales. Aunque hubo excepciones, por regla general estos bienes comunales persistieron en Catalunya hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando la desamortización liderada por el Ministro Pascual Madoz comportó la desaparición de la mayor parte del comunal.
La gestión de estos recursos conllevó el establecimiento de instituciones de auto-gobierno a nivel local. En Catalunya, los consells consistían en asambleas donde los vecinos acordaban las reglas de uso de los comunales y establecían sanciones en caso de su mal uso. Según muestran Ostrom (1990) y Beltrán Tapia (2012), para resolver el problema de acción colectiva que los comunales representan, son necesarias grandes dosis de cooperación y de confianza mutua. La hipótesis de nuestro trabajo es que esta experiencia de cooperación, repetida a lo largo de los siglos, incrementó el capital social en cada pueblo o aldea.
Para obtener variación exógena en el número de redes de cooperación (lo que nosotros identificamos como capital social), utilizamos un experimento natural: una ley aprobada en 1845 obligó a los pueblos pequeños –de menos de 30 vecinos o cabezas de familia—a fusionarse con otros pueblos. Como consecuencia de estas fusiones, un municipio actual puede consistir en 1 o más pueblos antiguos. Nuestra hipótesis es que los municipios que hoy en día son el resultado de la fusión de, por ejemplo, 4 pueblos antiguos tendrán más capital social que los municipios en los que no hubo ninguna fusión. Nosotros asumimos que cada pueblo antiguo equivale a una red de cooperación, y que la unión de estas redes aumenta el capital social en el municipio resultante. Es cierto que uno podría argumentar que el efecto sobre el capital social de la unión de redes distintas y segregadas es teóricamente ambiguo. Boix y Posner (1996) argumentan que este efecto será positivo si los niveles iniciales de capital social son elevados, puesto que los individuos tendrán más incentivos a salir de su zona de confort e intentar establecer un vínculo con individuos de otras redes; si fracasan, su red original les ofrecerá apoyo y consuelo.
Siguiendo los pasos de Putnam (1993), y Guiso, Sapienza y Zingales (2016), entre otros, utilizamos como medida de capital social en la actualidad el número de asociaciones per cápita registradas en cada municipio catalán desde 1942 hasta 2015. El análisis por sub-periodos revela que durante el franquismo, cuando las asociaciones o bien estaban completamente prohibidas (hasta 1964) o debían estar en línea con los principios del régimen (hasta 1978), la correlación entre bienes comunales y asociaciones per cápita es negativa. Comenzamos a encontrar correlaciones positivas una vez tomamos únicamente las asociaciones registradas a partir de la aprobación de la Constitución de 1978, y en particular a partir de que el parlamento de Catalunya desarrollara el derecho de asociación en una ley de 1997. Por otra parte, cuando analizamos diferentes tipos de asociaciones, atendiendo a sus actividades, observamos que las asociaciones clasificadas en el registro como promotoras de derechos civiles y sociales –esta categoría incluye principalmente asociaciones de vecinos—son las que mayor relación guardan con los bienes comunales del pasado.
Los resultados que presentamos hasta ahora no tienen en cuenta la endogeneidad de algunas fusiones municipales. Por ejemplo, es posible que las fusiones de algunos pueblos fueran voluntarias, y obedecieran por ejemplo al deseo de sus ciudadanos de fusionarse y cooperar con otros individuos como ellos. Para poder identificar el efecto de los bienes comunales en el pasado sobre el capital social actual aplicamos, entre otras técnicas, un análisis de regresión discontinua (RD), basándonos en la variación generada por la ley de 1845 que hemos mencionado antes.
La idea principal se resume en las dos figuras que adjuntamos. En la primera figura, observamos cómo existe una discontinuidad o salto en el número de pueblos que conforman un municipio actual en función de la población que la capital del municipio actual tenía en 1845. Si la capital del municipio contaba con 30 familias o menos en 1845, observamos que el municipio actual estará formado por en promedio 1,7 pueblos más que un municipio muy similar cuya capital contaba con más de 30 familias en 1845.
En la segunda figura mostramos que los municipios actuales cuya capital tenía 30 familias o menos en 1845 tienen hoy en día 2,7 asociaciones por 1.000 habitantes más que municipios muy similares cuyas capitales tenían más de 30 familias en 1845. Si esperamos que cualquier otro factor que pueda afectar al número de asociaciones actuales no experimente ninguna discontinuidad en este mismo punto, entonces podemos atribuir el salto en las asociaciones per cápita a las fusiones municipales (es decir, al incremento en el número de redes de cooperación a nivel municipal). Al combinar estos dos efectos obtenemos que una fusión adicional está asociada con un incremento de 1,5 asociaciones por 1.000 habitantes en el periodo 1997-2015.
Por último, examinamos cuál es el impacto del capital social en el desarrollo económico. Para medir el desarrollo económico local utilizamos la base imponible per cápita del impuesto sobre la renta de las personas físicas. Aunque es el indicador a nivel local más desagregado que hemos encontrado, sólo está disponible para municipios mayores de 1.000 habitantes (alrededor de 460 municipios en Catalunya, el 55% de la muestra). Por este motivo, en lugar de un RD aplicamos un análisis de variables instrumentales (IV) en el que definimos como instrumento del capital social actual el número de fusiones municipales como consecuencia de tener 30 familias o menos en 1845. Nuestros resultados muestran que el efecto del capital social en el desarrollo económico es positivo y significativo: una asociación por 1.000 habitantes adicional está asociada con un aumento de 500 euros en la base imponible media de un municipio en el año 2015.
En definitiva, con este trabajo hemos podido identificar parte del origen, la persistencia y el efecto del capital social sobre el desarrollo económico local. Para ello nos hemos centrado en el legado de los bienes comunales. Aunque nuestro análisis empírico se centra en Catalunya, los comunales existieron y persisten en muchas otras partes del mundo, y su presencia fue especialmente relevante en la Europa pre-industrial, por lo que pensamos que nuestros resultados son extrapolables, con cautela, a otros contextos.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada