Salmodia del bienintencionado
Manuel Arias Maldonado
La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? Michael J. Sandel -
En la primavera de 2021, el presidente francés Emmanuel Macron retomó la idea que había planteado dos años antes en respuesta a la movilización de los llamados chalecos amarillos en las provincias de la república: se hacía necesario eliminar la célebre Escuela Nacional de Administración, que ha venido formando a los altos funcionarios franceses y nutriendo a su clase dirigente desde que el mismísimo General De Gaulle la fundase al final de la II Guerra Mundial. Y es que si se trataba entonces de reconstruir Francia de la mano de un cuerpo funcionarial seleccionado con criterios meritocráticos y formado de la manera más competitiva, ahora se busca terminar con el símbolo de una política alejada del homme moyenne que descree de la élite parisina. Para Macron, él mismo un enarca como la mayoría de sus predecesores, no se trata de ceder a la moda del antielitismo, sino de cambiar el sistema de reclutamiento de los altos funcionarios. Desde abril de 2022, esta función corresponderá al Instituto de Servicio Público, que aglutinará a todos los servidores del Estado en un solo cuerpo e incorporará una oposición específica para candidatos de barrios desfavorecidos. No es casual que la puesta en marcha del ISP esté llamada a coincidir con la celebración de las elecciones presidenciales a las que concurre Macron, quien contará así con una baza simbólica que jugar ante quienes —a izquierda y derecha— le acusen de ser un representante pluscuamperfecto del establishment. Irónicamente, la crítica de la meritocracia ha llegado a ser en nuestros días una marca del establishment. Claro que eso es tan poco novedoso como la crítica misma.
Fue el prominente sociólogo británico Michael Young, cercano al laborismo y empeñado durante toda su vida en la reforma social más inteligente, quien diagnosticó allá por 1958 los problemas de esa «meritocracia» a la que él mismo puso nombre; los argumentos que hoy la deploran pueden entenderse como variaciones a partir de ese reproche inicial1. De ahí que sea apropiado comenzar resumiendo lo que él dijo entonces, para mejor valorar así la novedad que representan —o no— sus epígonos contemporáneos. Young parece estar haciéndose eco de la defensa que hace Schumpeter del emprendedor como motor del desarrollo capitalista, pues reconoce sin ambages que la civilización depende de la minoría creativa antes que de las «masas estólidas» o el hombre común; la educación, potenciando los talentos de científicos, profesores o artistas, habría hecho posible su desenvolvimiento. Sobre las minorías, su conclusión es clara: «El progreso es su triunfo; el mundo moderno, su monumento». El inconveniente residiría en la complacencia que nos lleva a desatender a las víctimas de ese progreso, cuyo estado de ánimo debería concernirnos. Young formula entonces el problema insoluble de la meritocracia, si no de cualquier orden social que aspire a funcionar eficazmente: «Toda selección de uno es el rechazo de muchos». Que se elija a 100 o 1000 no arregla las cosas, pues aun quedarán fuera otros 5.000: basta leer en la prensa noticia de alguna de las oposiciones públicas convocadas en cualquier rincón de nuestro país. Es el malestar de los rechazados lo que preocupa a Young, que ve en ellos el caldo de cultivo del voto populista.
No es ocioso señalar que el sociólogo británico escribe en un contexto particular, que es esa Inglaterra fuertemente estratificada y de hecho obsesionada con las clases sociales que los angry young men habían sometido a crítica por medio de sus novelas, dramas y películas de 1956 en adelante. Es significativo la mayoría de ellos proviniese de las grammar schools, un tipo particular de escuelas que desde mitad de los años 40 seleccionaba a sus pupilos sobre la base de su capacidad y con independencia de su origen socioeconómico. Podría decirse entonces que los hijos de la meritocracia se levantaban entonces contra ella, abriendo así el camino para la transformación de la sociedad británica a partir de los años 60. Un prominente intelectual salido asimismo de una grammar school, Andrew Sullivan, ha sugerido que fue Margaret Thatcher quien acabó con el estancamiento social de aquella Gran Bretaña e hizo posible una mayor movilidad entre clases2. Es dudoso que Young estuviera de acuerdo, pero no está de más recordar que la propia Thatcher era —como Alfred Hitchcock— hija de tenderos. Sea como fuere, el contexto cuenta: aunque las críticas a la meritocracia tienen una base común, su plausibilidad no es la misma en todas partes y la tendencia a sostener debates globales de ideas puede oscurecer las particularidades de cada sociedad.
Dicho esto, la crítica contra las consecuencias negativas de la meritocracia —elegir a uno es rechazar a muchos– ha cobrado una incuestionable fuerza en nuestros días. Su expresión más clara se encontraría en el avance electoral del populismo, que puede definirse sencillamente como un movimiento antielitista en nombre del pueblo soberano: de Trump al Brexit, pasando por los chalecos amarillos franceses y la irrupción de Podemos en el sistema político español, no han faltado líderes y movilizaciones dispuestos a arrogarse la representatividad de aquellos que se sienten abandonados por unas élites cosmopolitas que se beneficiarían de la globalización sin padecer sus costes. Otro pensador anglosajón, el sociólogo Christopher Lasch, había denunciado ya la actitud de las clases privilegiadas en un libro de cierta resonancia a mediados de los 90: su afirmación de que las élites han perdido contacto con las preocupaciones del ciudadano medio, entretenidas como están en una conversación en la que solo participan sus miembros, es hoy moneda corriente3. Para Lasch, la colonización de la esfera pública se extendería a las demás esferas de la vida social, incluyendo el sistema educativo: los mejores colegios y universidades estarían copados por los hijos de la burguesía norteamericana.
Este último es un argumento prominente en nuestros días. Y, como ha explicado el periodista Argemino Barro, no carece de consecuencias prácticas: hay profesores norteamericanos de secundaria que rechazan que sus alumnos hagan el SAT, examen estandarizado de evaluación de capacidades que lleva empleándose en distintas formas desde 1926, por entender que sus talentos están determinados por su origen social. Por esa misma razón, hay institutos que prefieren una lotería por grupos raciales como prueba de selección para la universidad, ganándose con ello la oposición de la minoría asiático-americana que desde hace décadas arrasa en el terreno académico y profesional4. No todas las minorías, pues, son iguales.
El principio según el cual la posición de un individuo en la sociedad habría de depender de su capacidad y esfuerzo continúa siendo generalmente aceptado
Ahora bien, de aquí no se deduce necesariamente que el ideal meritocrático haya perdido el favor popular. Tal como ha señalado el ensayista británico Adrian Wooldridge, el principio según el cual la posición de un individuo en la sociedad habría de depender de su capacidad y esfuerzo continúa siendo generalmente aceptado; pocos querrían vivir en una sociedad donde las recompensas no guardasen relación con los méritos5. En muchos casos, como muestra la preocupación por la discriminación racial o la desventaja estructural que padecen quienes nacen en barrios depauperados, lo que se denuncia es la inadecuada realización del ideal meritocrático. Desde este punto de vista, el problema estaría en la desigualdad de oportunidades y la solución pasaría por una mejora de los mecanismos de selección o promoción. Sin embargo, la meritocracia es descrita en otros casos como un instrumento de la clase dominante; confiar en el esfuerzo personal como vía para el ascenso social sería entonces una muestra de falsa conciencia instilada por los poderes establecidos. Así que la meritocracia no podría repararse, pues ella misma es el problema: lo único que procede es acabar con ella.
Obviamente, la diferencia entre estas dos posiciones es sustancial. De lo que no cabe duda es de que tanto la crítica como el rechazo de la meritocracia se producen en un contexto favorable al descontento: una porción creciente de la sociedad occidental tiene menos confianza que antaño en la posibilidad del progreso material sostenido. Y eso explica que el cuestionamiento de la meritocracia provenga tanto de los movimientos populistas como de las propias élites.
He aquí una conocida paradoja del antielitismo. A saber: muchos de sus más destacados representantes provienen del corazón del sistema, ya se trate de académicos cuyas universidades solo admiten al 1% de los solicitantes (Daniel Markovits da clase en Yale, Michael Sandel en Harvard) o de periodistas que publican en medios tan destacados como The New York Times (David Brooks) y The Washington Post (Steven Pearlstein). En un artículo publicado este verano en The Atlantic, Brooks ha cargado penitencialmente contra sí mismo por haber saludado en su momento la aparición de los bobos —burgueses bohemios— como una clase creativa llamada a fomentar valores progresistas y crecimiento económico; pasadas dos décadas, lo que tenemos entre manos es más bien una mezcla de resentimiento social y disfuncionalidad política6. Para el ensayista norteamericano, la meritocracia es una máquina generadora de resentimiento que se funda sobre un absurdo sistema de selección; uno que da prioridad a la competencia académica en lugar de premiar valores como el sacrificio por el bien común o la honestidad personal. Dice Brooks: «Una sociedad sensata no celebraría las habilidades de un consultor empresarial al tiempo que desdeña las de una enfermera de geriátrico». La paradoja estriba así en que los beneficiarios del sistema meritocrático se revuelven contra él, sin abandonar su posición privilegiada. Tal vez esto sea inevitable; si nadie hablase en nombre de quienes carecen de altavoces, la reforma social sería aún más infrecuente.
Coherencia personal al margen, cabe recordar que el filósofo Allan Bloom –conocido modelo del Ravelstein de Saul Bellow— se dirigió a los alumnos de Harvard en diciembre de 1988 llamándoles «Fellow elitists», un encabezamiento que él mismo relaciona en el discurso con aquel «Fellow Immigrants» con que Franklin Delano Rooseveltse dirigió a las Daughters of American Revolution, célebre organización basada en el linaje a la que, evidentemente, estaba ridiculizando sin ambages7. Respondía con ello Bloom a las críticas que los antielitistas de Harvard —ya los había— habían dirigido contra su libro The Closing of the American Mind, suerte de invectiva erudita contra la erosión multicultural del canon tradicional de la cultura occidental. A su juicio, la pasión por acusar a los demás de elitistas tiene su origen en la mala conciencia del demócrata que acaba por formar parte de una élite. Sea o no el caso, lo cierto es que el propio Roosevelt estaba traicionando a su propia clase al ironizar sobre el privilegio aristocrático; tiene razón Bloom cuando deduce de ahí que «la psicología de la democracia es compleja y fascinante». Pero es que esa misma democracia, añade, acaba con la aristocracia de cuna y la reemplaza por «la igualdad o el privilegio basados en el mérito». Tal es, en buena medida, la promesa democrática: la igual libertad de todos. Ahora bien: lo que alegan algunos críticos es que la aristocracia del mérito se ha convertido ella misma en una tiranía que ahora es preciso derribar. Es el caso del filósofo Michael Sandel, que desarrolla esta idea por extenso en su último libro.
Sandel contra la meritocracia
Hay algo de sorprendente en el éxito —siempre relativo— del libro de Sandel: el filósofo dedica no menos de 100 páginas a denunciar los problemas de la educación superior en su país, que nada tienen que ver con los que afligen a las universidades de la Europa continental, mientras que no deja de someter a crítica el estancamiento de la movilidad social en la sociedad estadounidense y eleva una enmienda a la totalidad contra el llamado «sueño americano». Se trata de un ensayo típicamente norteamericano, que en el mejor de los casos menciona a Thatcher —para completar el tándem junto a Reagan— cuando habla del avance del individualismo o elogia la movilidad intergeneracional china y la protección social sueca como términos de comparación para su propio país. Así que no está claro que su público objetivo sean los lectores españoles; para felicidad de su editor, sin embargo, los tiene. Aparte de la influencia global de los pensadores anglosajones, la razón quizá haya que buscarla en el vínculo causal que Sandel establece entre populismo, desigualdad y meritocracia: aunque la derrota de Trump ha hecho que disminuya la atención prestada al populismo, permanece con nosotros el temor a las consecuencias imprevistas de la fragmentación social y, en la búsqueda de sus causas últimas, la identificación de la meritocracia ha hecho fortuna.
En ese sentido, Sandel se apunta al melodramatismo de comienzos de siglo cuando señala que «la ira contra las élites ha llevado a la democracia hasta el borde del abismo» (p. 25). Su diagnóstico es que la victoria de Trump es una «condena» a décadas de desigualdad —aunque no le votasen negros ni latinos— y, sobre todo, el reproche a una concepción tecnocrática de la política que desatiende el malestar de quienes se sienten abandonados en el interior de una sociedad que atribuye a los mercados la función de conseguir el bien público. Teniendo en cuenta que el porcentaje del gasto público en Estados Unidos ronda el 40% desde el mandato presidencial de Obama, la afirmación es quizá exagerada; recordemos de paso que en Francia ese porcentaje fue del 55% en 2019 y un 42.5% en España ese mismo año. La idea de que el Estado se ha visto reducido a la mínima expresión en la era global es, sencillamente, falsa. Asunto distinto es que el Estado y la política que se hace en su interior no puedan lograr fácilmente sus objetivos ni consigan poner orden en una realidad social caracterizada por su complejidad.
¿Y qué ve Sandel de malo en la meritocracia? Su principal reproche es que la meritocracia contamina la vida pública de las comunidades y la psicología privada de los individuos, arrojándonos a una injusta carrera por los logros y llenándonos de resentimiento por el camino; el resultado neto sería una sociedad desigual en la que los triunfadores se engañan sobre sí mismos y los perdedores se culpan por no haber aprovechado oportunidades que a decir verdad nunca tuvieron. ¡Ahí es nada! Para Sandel, la ideología de la meritocracia es dañina porque aquellos a quienes les va bien en ella se consideran autores de sus logros y encuentran la justificación moral correspondiente para disfrutar de sus beneficios; para colmo, tienden a pensar que los perdedores no se han esforzado lo suficiente y son merecedores de su suerte. El economista Robert Frank había explorado ya la psicología del éxito en un libro publicado hace un lustro, donde señala que solemos restar importancia al papel que la suerte ha jugado en nuestra vida cuando nos va bien en ella8; por su parte, John Rawls habla de la «lotería natural» de la que dependen nuestros atributos y talentos9. Cada uno juega la partida con las cartas que le han tocado; unos se esforzarán más que otros y algunos tendrán más suerte que el resto. Y es difícil evitar que, enfrentados a decisiones que marcarán su trayectoria, los individuos magnifiquen su protagonismo cuando les va bien y culpen a las circunstancias cuando les vaya mal: tenemos que vivir a gusto con nosotros mismos.
Dicho esto, la sociedad liberal estaría mejor servida si sus integrantes cultivaran una reflexividad que no se engañase a sí misma, de modo que quienes gocen de una posición de partida más favorable se hagan conscientes de ello. De eso iba el famoso consejo que recibe el protagonista de El gran Gatsby, la novela de Francis Scott Fitzgerald: «Cuando sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que disfrutaste tú». Pero el funcionamiento de la sociedad no puede depender de que todos sus miembros sean moralmente virtuosos; ya nos enseñó Maquiavelo que hay una gran diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir. Siendo deseable que seamos más modestos en relación con nuestros éxitos y menos despectivos con los fracasos ajenos, no hay manera de asegurar ese resultado. Tanto la acción redistribuidora del Estado como la provisión de servicios públicos garantizan, cuando menos, una nivelación impersonal que mitiga los efectos negativos del proceso de mercado y no depende de los buenos sentimientos de los contribuyentes.
De acuerdo con Sandel, la meritocracia es una «política de la humillación» que hace cargar a los individuos con la responsabilidad de sus fracasos. En este punto, nuestro autor está pensando en una sociedad norteamericana cuyos miembros creen mayoritariamente que está en sus manos tener o no éxito; los europeos son más conscientes de la influencia que tienen las circunstancias sociales en el devenir de su existencia. Sandel llega a decir que la sociedad estamental, rígidamente estratificada, era más amable que la nuestra: si uno naciese siervo de la gleba, su vida «no estaría lastrada por la convicción de que nadie más que yo sería el responsable de que estuviera ocupando esa posición subordinada» (p. 151). Que una sociedad cerrada nos proporcione menos oportunidades se vería compensado por el hecho de que nos libera de responsabilidad: uno debe limitarse a ocupar la posición que le ha tocado en el reparto inicial y la resignación correspondiente le evitará muchos disgustos. Ya se ve que la autonomía o la libertad no son la prioridad del filósofo de Harvard; su preferencia es el bien común, invocado una y otra vez a lo largo del libro sin que en ningún momento se lo defina con claridad. Se nos repite machaconamente que el bien común es concebido hoy «principalmente en términos económicos» o que viene «definido por el PIB», mientras que se nos alerta contra el endeble nexo que une la posesión de credenciales académicas y la sabiduría práctica o el instinto para apreciar «el bien común aquí y ahora». Este problema se vería reproducido en nuestros parlamentos democráticos, que Sandel entiende poco representativos de la población en su conjunto; a su juicio, «las personas con carrera gobiernan a las que no tienen». Esto es algo exagerado, teniendo en cuenta que el sufragio universal sigue poniendo y quitando gobiernos; la lógica de la competencia partidista se antoja un factor más relevante para comprender la vida democrática en las sociedades alfabetizadas que el nivel educativo de sus parlamentarios.
La sociedad liberal estaría mejor servida si sus integrantes cultivaran una reflexividad que no se engañase a sí misma, de modo que quienes gocen de una posición de partida más favorable se hagan conscientes de ello
Pero la meritocracia no es solo un ideal defectuoso en razón de sus consecuencias psicológicas y anímicas, sino que plantea además un problema de justicia. Y el problema es doble: por un lado, inicialmente, no depende de nosotros tener las capacidades o atributos necesarios para triunfar; por otro, sobrevenidamente, cualquier sociedad que reparta premios y castigos en función del desempeño de sus miembros producirá desigualdad. Para los defensores de la meritocracia, aclara Sandel, nada hay de malo en ello: lo importante es que haya oportunidades; si las hay, la desigualdad es aceptable. Nuestro filósofo piensa lo contrario; la desigualdad es injusta aun si se deriva de la competencia meritocrática. Y no digamos ya si resulta imposible garantizar la igualdad de oportunidades a todos los miembros de la sociedad, como es el caso: por mucho empeño que pongamos, jamás será posible garantizar que todos partiremos de la misma línea de salida.
Huelga decir que a Sandel no le satisface la solución que propone Friedrich Hayek. Para el pensador austríaco, las recompensas económicas obtenidas en el mercado no deben ser moralizadas: una cosa es el mérito y otra el valor que un mercado asigna al mismo. Bajo este punto de vista, las desigualdades de renta son producto de un proceso impersonal y no deberían resultarnos odiosas. Por el contrario, Sandel prefiere vincular las contribuciones de los individuos a su valor social, rechazando con ello la grosera indiferencia moral del mercado: «satisfacer la demanda del mercado no es necesariamente lo mismo que realizar una contribución verdaderamente valiosa a la sociedad» (p. 178). Y, gustándose, remacha: «Cuidar de la salud de las personas es moralmente más importante que satisfacer su deseo de jugar a las tragaperras» (p. 180). En otras palabras, satisfacer la demanda de los consumidores no tiene valor por sí mismo; el valor de nuestras contribuciones «depende del estatus moral de los fines a los que se sirve en cada caso» (p. 181). De manera que los pingües ingresos de que disfrutan algunos youtubers serían considerados inmorales en el mundo de Sandel, que a su vez se enfrentaría al problema que representa la diferencia salarial entre jugadores de fútbol y esquiadores de fondo. ¿Y acaso no es injusto que languidezcan los quioscos de prensa, mientras prosperan las empresas de videojuegos? La pregunta llega sola: ¿quién decide cuál es el estatus moral «de los fines a los que se sirve en cada caso»? Lo que para Sandel resulta evidente podría no serlo tanto para los demás.
Ni siquiera las teorías liberales de la justicia distributiva resuelven, de acuerdo con Sandel, el problema de la meritocracia. Al fin y al cabo, Rawls admite la existencia de desigualdades siempre y cuando las sociedades se orienten hacia el mejoramiento de los más desventajados; no puede ser de otra manera si, como hace Rawls, se respetan ciertas «libertades básicas». Por su parte, el igualitarista Thomas Nagel defiende la necesidad de reparar aquellos infortunios de los que no somos responsables, prefiriendo en cambio no intervenir cuando los individuos han adoptado libremente malas decisiones; algo parecido defiende Ronald Dworkin cuando distingue entre fortuna en bruto y fortuna opcional. Según Sandel, estos igualitaristas de la suerte cometen el error de aceptar las desigualdades que nacen del esfuerzo y la libre elección. Si seguimos ese camino, las actitudes meritocráticas ante el éxito no cambiarán en la medida suficiente para dar forma a una comunidad política cohesionada y virtuosa. El descontento del filósofo con las teorías liberales de la justicia sugiere que sus soluciones van por otro camino.
Otro mundo es posible
Ya se ha visto que Sandel no hace prisioneros: «es dudoso que una meritocracia, ni siquiera una perfecta, pueda ser satisfactoria ni moral ni políticamente» (p. 36). Por el contrario, su funcionamiento fomenta conductas indeseables que van desde el «credencialismo» de los mejor educados al socavamiento de la dignidad de los trabajadores más humildes. En la sociedad liberal, padecemos así una crisis de reconocimiento que lleva a los deplorables a votar a líderes populistas; una crisis que comienza cuando se nos invita a vernos a nosotros mismos como consumidores antes que como productores. Siguiendo a Sandel, habríamos llegado a esta situación calamitosa a través de una combinación de factores: la hipertrofia de la educación superior, el giro tecnocrático de la política contemporánea, la captura oligárquica de las instituciones democráticas y eso que Sandel llama «una globalización impulsada por el mercado». ¿De qué manera podemos revertirla?
No es fácil discernir el modelo que propone Sandel. En varios momentos de su libro se cuida mucho de sugerir que podamos prescindir alegremente del mérito. Escribe: «Nada hay de malo en contratar a las personas sobre la base de su mérito; de hecho, es en general el modo correcto de proceder» (p. 47). En otro momento señala que derribar la tiranía del mérito no significa que el mérito deje de ser un factor en la asignación de trabajos y roles sociales. Y ello por razones que atañen a la eficiencia y a la equidad: ni sería justo discriminar a los más capacitados, ni ganaríamos nada —perderíamos más bien— si la sociedad se organizase sin la base que proporciona el desempeño de los mejor cualificados. En una rara concesión al ethos liberal, Sandel puntualiza que honrar el mérito es igualmente apropiado desde el punto de vista de las aspiraciones personales; se realiza así «una cierta noción de la libertad» (48). En suma, el mérito ha de quedarse con nosotros.
¿Y entonces? La fórmula de Sandel es «reconsiderar el modo en que concebimos el éxito», así como «cuestionar desigualdades de riqueza y de estima social» que concitan hoy resentimientos de distinto signo. El acento norteamericano es evidente cuando pensamos en la divisoria que aquella cultura establece entre winners y losers, pero también en la atención que el autor presta al sistema de selección de las universidades norteamericanas más prestigiosas. Nada hay de irrazonable en algunas de las soluciones que plantea para estas últimas, como eliminar la preferencia por tradición familiar o por parentesco con donantes, así como reforzar los community colleges, la formación profesional y los programas de formación en los centros de trabajo. Acabar con la selección por capacidad deportiva, en cambio, se antoja más difícil; el entero edificio del deporte profesional norteamericano podría tambalearse. Lo mismo puede decirse de la adjudicación de las plazas por sorteo: el principio según el cual el azar debe contar más que el desempeño educativo difícilmente tendrá la necesaria aceptación popular y presenta más bien el aspecto de una solución de laboratorio.
Fuera de la universidad, Sandel apuesta por «redistribuir la estima laboral». Su planteamiento pasa por otorgar igual valor social a todas las profesiones: «Aprender a ser un fontanero, un electricista o un higienista dental debería ser algo respetado por su valiosa contribución al bien común, y no visto como un premio de consolación» (p. 246). Poco puede objetarse a la igual consideración de todos los empleos imaginables: también los buzos y los taxidermistas merecen mayor reconocimiento. Pero, ¿cómo hacerlo? Tal vez los representantes públicos puedan hacer gestos destinados a ese fin; pensemos en la consideración que tiene el mundo rural en la cultura francesa. Tampoco está claro que los ciudadanos sean tan despectivos con esas profesiones ni con quienes las ejercen; la generalización se antoja un poco arriesgada.
En cualquier caso, una parte de esa redistribución de la dignidad pasa por el sucio metal: es inaceptable a ojos de Sandel que exista tanta diferencia salarial entre quienes tienen carrera y quienes no la tienen. Ciertamente, el trabajo no cualificado en sectores donde abunda la mano de obra está peor pagado que el trabajo cualificado en sectores donde esta última no abunda: el ingeniero o el cirujano tendrán un salario más elevado que los empleados del hogar o incluso que la mayoría de los periodistas. Sin embargo, intervenir públicamente en los salarios privados hasta el punto de nivelar los ingresos de trabajadores cualificados y no cualificados es difícilmente practicable; lo que no quita para que puedan ensayarse políticas públicas como la introducción del salario mínimo allí donde no existe. En aquellos países que cuentan con un Estado Social avanzado, por lo demás, la diferencia de rentas salariales es paliada mediante exenciones fiscales y políticas redistributivas.
Pero nada de esto es suficiente para Sandel, quien propone una versión «contributiva» de la justicia que no sea neutral respecto de las concepciones del bien. O sea: en lugar de dejar que el mercado —con la ayuda de ese gran empleador y regulador que es el Estado— decida quién debe ser recompensado, habríamos de tomar en consideración que «somos más humanos cuando contribuimos al bien común y nos ganamos por ello la estima de los demás» (p. 272). Cuando se trata de llevar a la práctica ese vago principio, Sandel no ofrece ninguna revolución; habla de la creación de empleos bien remunerados —cualquiera se apunta a eso— o del pago de subsidios a los trabajadores con bajos ingresos. Esto último podría tener sentido si permite a los trabajadores rechazar condiciones laborales deficientes y con ello se obliga a los empresarios a mejorar su oferta; es posible que algo de eso esté sucediendo en algunas economías occidentales por efecto de los planes de estabilización de empleo aplicados durante la pandemia.
Si bien se mira, lo que Sandel persigue se parece mucho a la teoría de las capacidades defendida por Amartya Sen y Martha Nussbaum, a saber, una «amplia igualdad de condiciones que permita que quienes no amasen una gran riqueza o alcancen puestos de prestigio lleven vidas dignas y decentes» (p. 288). Sería difícil salir a la calle y encontrar a alguien que se mostrase en contra de tal planteamiento, al menos siempre y cuando esa igualdad básica fuera compatible con la mejora personal que cada uno quisiera buscar para sí mismo. Nivelar a la baja a todos los ciudadanos, en cambio, supondría imponer una concepción particular de la justicia que no dejaría sitio para el ejercicio de la libertad en el marco de la realización de un plan de vida particular. Recordemos la teoría suficientista de Harry Frankfurt: lo que un individuo considera bastante para satisfacer sus necesidades puede quedarse corto para su vecino. La teoría de las capacidades trata de asegurar un mínimo para todos; lo que no queda claro es a qué se refiere Sandel exactamente cuando habla de una «amplia igualdad de condiciones». Tal vez solo se trate de un norteamericano que quiere para su país el grado de protección social que dispensa la mayoría de los Estados europeos; si es así, tiene poco sentido que leamos a Sandel como si se dirigiese a nosotros o tuviera algo nuevo que decirnos.
Ahora bien, Sandel también apoya medidas proteccionistas tales como «ciertas restricciones al comercio, a la deslocalización de la producción y a la inmigración» (p. 276). Es legítimo concluir que el profesor de Harvard no es amigo de la globalización. Y por ahí asoma su más genuina preocupación: lo que nos falta es, sobre todo, «un robusto sentido de comunidad» (284). Ni que decir tiene que también en este caso nos encontramos con un lamento típicamente norteamericano: cohesionar a un país multiétnico de 330 millones de habitantes y cuatro husos horarios —sin contar Hawai— no es tarea sencilla. A estas alturas de la modernidad, ciertamente, no lo es en ninguna parte. Para remediarlo, Sandel distingue entre dos concepciones del bien común: una pasa por la agregación de las preferencias e intereses individuales a través del mercado, el debate público y el proceso electoral; la otra, que denomina «cívica», exige una reflexión crítica sobre nuestras preferencias que nos permita disfrutar de unas vidas «más dignas y florecientes».
Es legítimo concluir que el profesor de Harvard no es amigo de la globalización. Y por ahí asoma su más genuina preocupación
En otras palabras, Sandel se destapa como aristotélico y republicano: defiende el florecimiento humano en el interior de una comunidad socialmente cohesionada y articulada por medio de una deliberación pública en la que participan ciudadanos honestos que persiguen la verdad. Por eso lamenta que existan hoy tan pocos espacios para el encuentro de los diferentes (sin percatarse acaso de lo que sucede entre los diferentes cuando se encuentran a diario en las redes sociales), reproduciendo así un argumento recurrente que Lasch había puesto ya sobre la mesa al añorar una sociedad más «pequeña». Es tentador ver en Sandel a un pensador comunitarista; sin embargo, él mismo ha rechazado esta etiqueta. Su razonamiento es convincente: el comunitarismo sostiene que los derechos deben descansar sobre los valores o preferencias dominantes en una época determinada en una comunidad particular y él lo que quiere es que haya una genuina conversación pública que no eluda los problemas morales10. Para Sandel, el liberalismo es tan cerrado como el comunitarismo: bajo la máscara de la neutralidad, elude el debate sobre el modo en que deberíamos vivir. El respeto a la diferencia sería, entonces, un freno al razonamiento moral; más que un comunitarista, Sandel es un defensor del republicanismo cívico.
Ahora bien, el republicanismo solo puede arraigar en comunidades pequeñas donde un reducido círculo de ciudadanos se sienta a debatir sobre lo divino y lo humano. En las democracias liberales, la escala es mayor y el republicanismo en sentido fuerte resulta impracticable. Y sin embargo, ¿es que en las sociedades contemporáneas no hay debate público? Todo lo contrario: la digitalización del espacio público equivale a la democratización de la opinión; nunca hubo tanta gente hablando de tantas cosas. Lo que no existe, ni puede existir, es un mecanismo institucional que convierta ese debate en un procedimiento de decisión vinculante para el poder ejecutivo. Y, desde luego, no existe tampoco la garantía de que aquello que defendamos en el espacio público será aplaudido: el pluralismo de valores no es un invento del liberalismo, sino un producto de la realidad sociológica de las sociedades modernas. Pero Sandel no puede quejarse: la suya es una voz a la que se presta atención. De ahí que su recomendación final, un llamamiento a abrazar la humildad, sea un tanto decepcionante:
«Esa humildad es el punto de partida del camino de vuelta desde la dura ética del éxito que hoy nos separa. Es una humildad que nos encamina, más allá de la tiranía del mérito, hacia una vida pública con menos rencores y más generosidad» (p. 292).
El suyo es un argumento normativo de vuelo corto: sería mejor que fuéramos mejores. Otros pensadores, como Peter Sloterdijk, han llamado la atención sobre la necesidad de canalizar de la manera más provechosa posible emociones como la ira o la ambición. Es de suponer que los necesitamos a ambos, a pesar de que las buenas intenciones de Sandel no puedan traducirse fácilmente en medidas públicas encaminadas a la producción en serie de mejores personas.
Meritocracia: de la teoría a la práctica.
Cualquier juicio sobre la meritocracia y su funcionamiento debe empezar por aseverar la existencia de un sistema dedicado, en la práctica, a asignar recompensas sobre la base de los méritos de quienes forman parte del mismo. En términos generales, no cabe duda de que la sociedad moderna es más meritocrática que una sociedad estamental que condenaba a sus miembros a permanecer allí donde hubieran nacido. Tal como enfatiza Wooldridge, las sociedades se han organizado tradicionalmente a partir de los principios opuestos a la meritocracia; de ahí que su adopción y puesta en práctica haya sido en el pasado una exigencia de los oprimidos o marginados. La posibilidad de ascender socialmente a través del mérito constituye así una auténtica revolución que empieza a ponerse en práctica durante el siglo XIX y se consolidará durante el XX. Recordemos que uno de los grandes temas de la novela decimonónica es la peripecia del arribista o parvenu que, de Rojo y negro a Bel Ami, se labra su fortuna en una alta sociedad cuya rigidez empieza a resquebrajarse. El siglo XX traerá consigo una organización más racional del criterio meritocrático a través de la educación pública, los concursos de acceso a los puestos de la administración y los procesos de selección del sector privado. A lo que nos enfrentamos ahora no es al fracaso de la meritocracia, sino a las consecuencias imprevistas de su éxito. En eso, la meritocracia no difiere de otros fenómenos de la modernidad que han ido revelando paulatinamente sus ambivalencias: del industrialismo al progreso, pasando por la libertad individual e incluso la propia democracia.
Recordemos que una de las objeciones más poderosas contra el ideal meritocrático es el hecho incuestionable de que no somos responsables de nuestros talentos innatos ni de nuestras ventajas –o desventajas— socioeconómicas. Igualar las condiciones de partida de todos los individuos es estrictamente imposible, pero es que además tampoco sabemos qué aspecto tendría esa igualación (pues hay toda clase de talentos y muchas combinaciones de los mismos) y no podemos salvaguardar a nadie de los golpes tempranos de la fortuna (hay quien pierde a sus padres o sufre un accidente que le deja graves secuelas psicológicas). Si, a la manera del sujeto que ocupa la posición original ideada por Rawls, nos preguntasen qué atributos desearíamos poseer, ¿qué elegiríamos? ¿Querríamos ser inteligentes, astutos, ambiciosos, hermosos o simplemente acomodaticios? ¿Qué cuenta más, el talento o el esfuerzo? ¿Acaso no puede llegar más lejos el ambicioso sin talento que el talentoso sin ambición? ¿Y qué hay de las ventajas que se derivan del mayor atractivo físico? ¿Deberíamos crear un cuerpo funcionarial dedicado a fiscalizarlo?
En realidad, las reglas de la competición no son fijas ni uniformes. Por mucho que los críticos de la meritocracia se empeñen en dibujar un sistema rígido y predecible, el mundo es mucho más heterogéneo de lo que pudiera parecer. Hay personas inteligentes que resultan ser inconstantes; rentistas que trabajan hasta deslomarse; sujetos dotados con una astucia que les permite suplir otras carencias; éxitos inesperados de cantantes o influencers; carreras políticas asentadas sobre la sola voluntad de ascender; espectaculares dilapidaciones del patrimonio familiar o del dinero ganado en la lotería; y así sucesivamente. He citado al Bel Ami de Maupassant, un arribista de éxito que combina por igual el talento para la escritura con la capacidad para la intriga. Y es que ya decía Nozick que los intelectuales detestan el capitalismo, porque en él no se premia forzosamente a los que presentan mejores credenciales académicas; la novedad es que ahora se reprocha a la meritocracia que lo haga. Pero no siempre es el caso: hay jardineros que ingresan —sin pagar impuestos— más que muchos titulados en Arquitectura. Inversamente, la educación pública sigue siendo el mecanismo que permite prosperar a las personas nacidas en familias sin tradición universitaria; habiendo en una misma familia hermanos que aprovechan sus oportunidades y otros que las desperdician. Hablar de la meritocracia resulta así poco informativo; sería preciso afinar mucho más el análisis antes de extraer del mismo conclusiones que vayan más allá de la constatación de que no es justo castigar a quien nace con menos recursos que el resto.
Esclarecer la relación entre oportunidades, talentos, y rendimiento no es tarea fácil. No todo depende de las capacidades que heredamos; lo que hagamos con ellas depende también de nuestras decisiones. Hay quien disfruta de una buena renta de nacimiento, pero la desperdicia irresponsablemente; otros en cambio, simplemente tienen suerte. Tampoco puede afirmarse que siempre triunfen los más capaces, ni que la sociedad capitalista recompense un único tipo de talento. Pero sería igualmente absurdo negar el papel que juega el origen familiar: nacemos en grupos sociales dispares que facilitan o dificultan, según los casos, el acceso a recursos formativos o patrimoniales. Y como nadie puede decidir dónde nacerá, las sociedades occidentales han decidido tomar en consideración esta disparidad; por eso combinan la orientación meritocrática con la protección social. De una parte, se establece como principio general que las recompensas dependerán del rendimiento antes que de la herencia o el privilegio; medidas redistributivas de distinto tipo tratan, si no de igualar las oportunidades de todos, al menos de mejorar paulatinamente las de quienes proceden de los estratos sociales más desventajados. A eso hay que sumar una red de protección social —más gruesa en unas sociedades que en otras— que salvaguarda al ciudadano de las peores consecuencias de sus malas decisiones. Por muchas vueltas que le demos al asunto, parece difícil llegar a una conclusión diferente: la libertad individual no es protagonista exclusiva de nuestra vida, pero tampoco podemos afirmar que no cuenta lo que hagamos con ella. Y lo mismo, en fin, vale para nuestras circunstancias; nunca son poco y a veces lo son todo.
Así las cosas, la realización del ideal meritocrático exigirá una vigilancia permanente y una sofisticada atención al detalle. Y aunque las teorías de la justicia reflexionan acerca de aquello que sería justo, no pueden desentenderse de las condiciones de su aplicación; no sea que la realización del ideal termine por causar perjuicios mayores de los que quería evitar. Pensemos en la hipotética abolición del derecho a la herencia: si decidiéramos racionalmente que no hay mejor instrumento de nivelación en el marco de una sociedad igualitaria, aún habría que convencer a los padres de que no pueden dejar nada a sus hijos y enfrentarnos a las consecuencias que para la motivación productiva de los individuos tendría la imposibilidad de transmitir riqueza a sus descendientes. Por añadidura, la aplicación del criterio meritocrático se enfrenta con considerables dificultades políticas incluso allí donde gobierna el más progresista de los gobiernos. España es un ejemplo inmejorable, poblada como está por comunidades autónomas insolidarias con el resto y por grupos de interés —jubilados, funcionarios— que no necesitan salir a la calle para marcar un límite a la acción redistribuidora del Estado.
Méritos y deméritos de un ideal modernizador
Las constantes apelaciones que Sandel hace al bien común —el subtítulo del libro es aquí significativo— tienen como función marcar un límite al individualismo de las sociedades modernas. Pero también nos recuerdan que una de las fortalezas del ideal meritocrático consiste en tomarse en serio la autonomía personal de los ciudadanos. En palabras de Adrian Wooldridge:
«El argumento más poderoso en favor de la meritocracia es moral antes que económico. Paradójicamente, tratar a las personas como sujetos moralmente iguales implica tratarlos como agentes morales que, ejercitando su agencia moral, pueden devenir socialmente desiguales».
Imponer una concepción particular de la justicia es hacer exactamente lo contrario, prefijando el contenido de las vidas valiosas y estableciendo una correspondencia rígida entre el tipo de actividad que podemos desarrollar y la recompensa que merece. De hecho, no se conoce la agencia centralizada capaz de hacer tal cosa sin perjudicar seriamente el bienestar material de su sociedad.
Es importante tener en cuenta los efectos negativos que acarrea la realización del ideal meritocrático en momentos históricos particulares y en sociedades determinadas. De nuevo: los problemas de Estados Unidos no serán los de Austria y los de Austria no serán los de España. Es preciso hilar fino; la propia medición de la desigualdad es una empresa llena de dificultades y se ha llegado a sugerir que no ha crecido tanto como se viene diciendo11. Pero si este río suena, es porque lleva agua. Y la peculiaridad de esta crecida es que nos enfrentamos, como se ha dicho antes, a las consecuencias imprevistas del éxito de la meritocracia. Igual que el progreso material crea sus propios obstáculos ecológicos, la remoción liberal de las ventajas estamentales acaba produciendo barreras generadas por el éxito inicial de algunos frente a otros. A ello contribuyen regulaciones que disminuyen la competencia y mecanismos que —como el matrimonio entre personas del mismo estrato social— refuerzan las barreras de entrada. Hasta cierto punto, es inevitable: cuando los países empezaron a modernizarse, todo estaba por hacerse y abundaban las oportunidades; ahora, la situación es otra. A cambio, las sociedades occidentales han incorporado a las mujeres al mercado de trabajo y aumentado considerablemente el número de estudiantes universitarios, sin dejar de procurar atención médica y sufragar la jubilación de formidables capas de población.
¿Qué hacer? Es difícil evitar que los padres exitosos quieran garantizar el éxito de sus hijos; prohibir el matrimonio entre triunfadores tampoco resulta hacedero en una sociedad liberal. Y no se ve cómo podría reducirse la escala de esta última a fin de republicanizarla y estimular con ello las virtudes cívicas. Reeducar a los ganadores pasa así por instilar un mayor sentido de responsabilidad comunitaria, pero ya se ha señalado que eso —por muy bien que suene la música— casa mal con las exigencias de la competición electoral: nadie se ha atrevido a sugerir a los pensionistas vascos que quizá no tengan buenas razones para manifestarse. Y es evidente que los jóvenes occidentales que se han enfrentado a dos crisis sucesivas —la financiera y la pandemia— merecen algo más que reportajes periodísticos acerca de su desánimo. Ocurre que las reformas estructurales no son sencillas: para limitar el número de periodistas desempleados o subempleados existentes en España, ¿hemos de cerrar Facultades de Periodismo? Si queremos reducir la brecha en la expectativa de vida entre licenciados universitarios y personas sin graduación, ¿tiene sentido oponernos a una automatización del trabajo que alivia las tareas más pesadas? Y si aplicamos políticas nacionales proteccionistas, ¿acaso no perjudicamos a los exportadores de los países más pobres?
Para mejorar el funcionamiento de la meritocracia, es necesario un esfuerzo político que conduzca a una más eficaz acción del Estado en general y de las administraciones públicas en particular. Propuestas no faltan: desde el anonimato en los procesos de selección de empleo al aumento del número de becas o, en los sistemas universitarios donde sea necesario, la fijación de una cuota más generosa para solicitantes con menor nivel socioeconómico. Llama la atención, sin embargo, que hablemos de justicia social y de redistribución de recursos —tanto económicos como simbólicos— sin poner un mayor énfasis en la modernización del Estado. Racionalizar el gasto público para que este último se emplee de manera más eficiente, pasa por la acción de una burocracia más inteligente y capaz de identificar a los sectores más desfavorecidos, así como de aplicar rigurosamente el funcionamiento de las políticas destinadas a igualar las oportunidades de todos. No hace falta más Estado, sino mejor Estado; para lo cual se precisan gobiernos valientes que abracen sinceramente la causa de la modernización sin que les tiemble el pulso ante las protestas de quienes de un modo u otro se benefician del statu quo. Solo de este modo podrá revitalizarse un ideal meritocrático necesitado de un nuevo impulso. A esos efectos, el reiterativo libro de Sandel es un síntoma: si las sociedades democráticas no logran reformarse exitosamente a sí mismas, el descontento subsiguiente puede poner en peligro algunas de las conquistas de la modernidad liberal. Nos guste o no, la realidad es trágica: jamás lograremos una perfecta igualdad de oportunidades, ni podemos evitar que una sociedad que se dota a sí misma de libertades individuales genere un grado variable de desigualdad. Dicho de otro modo, es necesario asumir que no existe una solución definitiva para los problemas que se derivan de la aplicación de la meritocracia. Pero Sandel se equivoca cuando propone acabar con ella, pues no existe una alternativa mejor; a la postre, tampoco él nos la ofrece. Eso no significa que debamos aceptar las cosas tal como son; el descontento de los críticos tiene la virtud de llamar la atención sobre las desviaciones del ideal meritocrático y puede así contribuir a su mejor realización.
11. The Economist, «Economists are rethinking the numbers on inequality», 28 noviembre 2019.
https://www.revistadelibros.com/salmodia-del-bienintencionado/
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