La economía del desarrollo sostenible
Los países necesitan estrategias a 20 años vista y a lo largo de generaciones para crear las aptitudes, las infraestructuras y una economía con escasas emisiones de carbono, propia del siglo XXI
Dos escuelas de pensamiento suelen dominar los debates económicos actuales. Según los economistas del libre mercado, los gobiernos deben bajar los impuestos, reducir los reglamentos, reformar la legislación laboral y después dejar el paso libre para que los consumidores consuman y los productores creen puestos de trabajo. Según la economía keynesiana, los gobiernos deben impulsar la demanda total mediante la relajación cuantitativa y el estímulo fiscal. Sin embargo, ninguno de los dos planteamientos está dando buenos resultados. Necesitamos una economía del desarrollo sostenible, en la que los gobiernos promuevan nuevos tipos de inversiones.
La economía del libre mercado produce grandes resultados para los
ricos, pero resultados bastante miserables para todos los demás. Los
gobiernos de los Estados Unidos y de ciertas partes de Europa están
recortando el gasto social, la creación de puestos de trabajo, la
inversión en infraestructuras y la formación profesional, porque a los
jefes ricos que pagan las campañas electorales de los políticos les va
muy bien, precisamente cuando las sociedades en su derredor están
desmoronándose.
Sin embargo, las soluciones keynesianas –dinero fácil y grandes
déficits presupuestarios– tampoco han logrado los resultados prometidos.
Muchos Gobiernos probaron a aplicar el gasto para el estímulo después
de la crisis financiera de 2008. Al fin y al cabo, a la mayoría de los
políticos le encanta gastar un dinero que no tiene. No obstante, el
impulso a corto plazo fracasó de dos formas importantes.
En primer lugar, la deuda de los Estados se puso por las nubes y sus
calificaciones crediticias se desplomaron. Incluso los Estados Unidos
perdieron su calificación AAA. En segundo lugar, el sector privado no
reaccionó aumentando la inversión empresarial y contratando a nuevos
trabajadores. En cambio, las empresas acumularon enormes reservas de
dinero, principalmente en cuentas en el extranjero libres de impuestos.
El problema de la economía –tanto la de libre mercado como la
keynesiana– es el de que no entienden bien la naturaleza de la inversión
moderna. Las dos escuelas creen que la inversión está impulsada por el
sector privado, ya sea porque los impuestos sean bajos (en el modelo de
libre mercado) o porque la demanda agregada sea elevada (en el modelo
keynesiano).
Sin embargo, la inversión actual del sector privado depende de la
inversión del sector público. Nuestra época se caracteriza por esa
complementariedad. A no ser que el sector público invierta y lo haga
juiciosamente, el sector privado seguirá haciendo acopio de sus fondos o
los devolverá a los accionistas en forma de dividendos o de recompra de
acciones.
Lo fundamental es reflexionar sobre seis clases de bienes de capital:
el capital comercial, las infraestructuras, el capital humano, el
capital intelectual, el capital natural y el capital social. Todos ellos
son productivos, pero cada uno de ellos tiene un papel distintivo.
El capital comercial abarca las fábricas, las máquinas, el equipo de
transporte y los sistemas de información de las empresas privadas. Las
infraestructuras comprenden las carreteras, los ferrocarriles, los
sistemas eléctricos e hídricos, la fibra óptica, los gasoductos y los
oleoductos y los aeropuertos y puertos de mar. El capital humano es la
educación, las aptitudes y la salud de la fuerza laboral. El capital
intelectual abarca los conocimientos especializados –científicos y
tecnológicos– fundamentales de la sociedad. El capital natural son los
ecosistemas y los recursos primarios que apoyan la agricultura, la salud
y las ciudades y el capital social es la confianza comunitaria, que
hace posible un comercio, unas finanzas y una gestión de los asuntos
públicos eficientes.
Esas seis formas de capital funcionan de forma complementaria. La
inversión empresarial sin infraestructuras y capital humano no puede ser
rentable. Tampoco los mercados financieros funcionan, si el capital
social (la confianza) se agota. Sin capital natural (incluidos un clima
inocuo, suelos productivos, agua disponible y protección contra las
inundaciones), los otros tipos de capital se pueden perder fácilmente y,
sin un acceso universal a las inversiones públicas en capital humano,
las sociedades sucumbirán ante las desigualdades extremas de renta y
riqueza.
La inversión solía ser un asunto mucho más sencillo. La clave para el
desarrollo era la educación básica, una red de carreteras y de
electricidad, un puerto en funcionamiento y el acceso a los mercados
mundiales. Sin embargo, actualmente la educación pública básica ya no
basta; los trabajadores necesitan aptitudes muy especializadas que se
adquieren mediante formación profesional, diplomas de estudios avanzados
y programas de aprendizaje que combinen financiación pública y privada.
El transporte requiere algo más que la simple construcción de
carreteras por el Estado; las redes eléctricas deben reflejar la urgente
necesidad de una electricidad con escasas emisiones de carbono y en
todas partes los Gobiernos deben invertir en nuevos tipos de capital
intelectual para resolver problemas de salud pública, cambio climático,
degradación medioambiental, gestión de sistemas de información y de otra
índole carentes de precedentes.
Sin embargo, en la mayoría de los países, los Gobiernos no están
encabezando y guiando –ni participando siquiera en– el proceso de
inversión. Están haciendo recortes. Los ideólogos del libre mercado
afirman que los Estados no pueden hacer inversiones productivas. Tampoco
los keynesianos reflexionan lo suficiente sobre los tipos de
inversiones públicas que son necesarias; para ellos, el gasto es el
gasto. El resultado es un vacío del sector público y una escasez de
inversiones públicas, lo que, a su vez, frena la necesaria inversión en
el sector privado.
En una palabra, los Gobiernos necesitan estrategias de inversión a
largo plazo y formas de sufragarlas. Deben entender mucho mejor cómo
asignar prioridad a las inversiones en carreteras, ferrocarriles,
electricidad y puertos, cómo hacer inversiones medioambientalmente
sostenibles adoptando un sistema energético con escasas emisiones de
carbono, cómo capacitar a los trabajadores jóvenes para que obtengan
puestos de trabajo decorosos, no sólo un empleo poco remunerado en el
sector de los servicios, y cómo crear capital social, en una época en la
que hay poca confianza y una considerable corrupción.
En resumen, los Gobiernos deben aprender a hacer previsiones. También
eso es contrario al criterio económico imperante. Los ideólogos del
libre mercado no quieren que los gobiernos piensen en nada y los
keynesianos quieren gobiernos que piensen sólo a corto plazo, porque
llevan hasta el extremo la famosa broma de John Maynard Keynes: "A largo
plazo, todos estaremos muertos".
Veamos una idea que es anatema en Washington, D.C., pero que merece
reflexión. La economía del mundo que crece más rápidamente, China,
depende de planes quinquenales para la inversión pública, dirigida por
la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma. Los Estados Unidos carecen
de una institución de esa clase o incluso de organismo alguno que
examine sistemáticamente las estrategias de inversión pública, pero
todos los países necesitan ahora algo más que planes quinquenales;
necesitan estrategias a veinte años vista y a lo largo de generaciones
para crear las aptitudes, las infraestructuras y una economía con
escasas emisiones de carbono, propia del siglo XXI.
Recientemente, el G-20 dio un pequeño paso en la dirección correcta, al hacer un nuevo hincapié en una mayor inversión en infraestructuras
como cometido compartido de los sectores público y privado. Necesitamos
mucho más pensamiento de esa clase en el próximo año, pues los
gobiernos están negociando nuevos acuerdos sobre la financiación del
desarrollo sostenible (en Addis Abeba, en julio de 2015), los objetivos del desarrollo sostenible (en las Naciones Unidas en septiembre de 2015) y el cambio climático (en París en diciembre de 2015).
Dichos acuerdos son prometedores con miras a dar forma al futuro de
la Humanidad en sentido positivo. Si salen adelante, la nueva era del
desarrollo sostenible debería originar también una nueva economía del
desarrollo sostenible.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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Jeffrey D. Sachs es profesor de
Desarrollo Sostenible y de Política y Gestión de la Salud y director del
Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia. También es Asesor
Especial del Secretario General de las Naciones Unidas sobre los
Objetivos de Desarrollo del Milenio.
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El medio ambiente
Mill demostró una visión temprana del valor del mundo natural, en particular en el Libro IV, capítulo VI de "Principios de Economía Política": "Del Estado Estacionario".. en el que Mill reconoció la riqueza más allá de lo material, y argumentó que la conclusión lógica del crecimiento ilimitado era la destrucción del medio ambiente y una calidad de vida reducida. Concluyó que un estado estacionario podría ser preferible al crecimiento económico sin fin:
No puedo, por lo tanto, considerar los estados estacionarios de capital y riqueza con la aversión no afectada tan generalmente manifestada por economistas políticos de la vieja escuela.
Si la tierra debe perder la gran parte de su placidez que le debe a cosas que el aumento ilimitado de riqueza y población extirparía de ella, con el mero propósito de permitirle sostener a una población más grande, pero no una mejor o más feliz, Sinceramente espero, por el bien de la posteridad, que se contenten con estar estacionarios, mucho antes de que la necesidad los obligue a ello. http://www.efm.bris.ac.uk/het/mill/book4/bk4ch06.
«The early history of modern ecological economics». Ecological Economics 50 (3-4): 293-314. 1 de octubre de 2004. ISSN 0921-8009. doi:10.1016/j.ecolecon.2004.02.012. John Stuart Mill filósofo, político y economista inglés de origen escocés ( 1806-1873 )
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