El crecimiento sostenible es el único camino realista
Hoy
la gran decepción de la economía mundial es la baja tasa de inversión.
En los años que precedieron a la crisis financiera de 2008, el gasto en
vivienda y en consumo privado fue el motor del crecimiento en los países
de altos ingresos. Cuando estalló la crisis, los dos tipos de gasto se
desplomaron, y las inversiones que deberían haber ocupado su lugar nunca
se materializaron. Esto debe cambiar.
Después
de la crisis, los principales bancos centrales del mundo trataron de
revivir el gasto y el empleo recortando las tasas de interés. La
estrategia funcionó, hasta cierto punto. Al inundar los mercados de
capitales con liquidez y mantener deprimidos los tipos de interés del
mercado, las autoridades alentaron a los inversores a impulsar una suba
de las cotizaciones de acciones y bonos. Esto creó riqueza financiera en
la forma de plusvalías, al tiempo que estimuló el consumo y (por la vía
de las ofertas públicas iniciales) algo de inversión.
Pero
esta política llegó al límite, y generó costos innegables. Los tipos de
interés nulos o incluso negativos alentaron a los inversores a pedir
prestado con fines altamente especulativos. Esto llevó a que la calidad
general de las inversiones disminuyera y aumentara el apalancamiento.
Cuando los bancos centrales finalmente restrinjan el crédito, habrá
riesgo real de una importante desvalorización de los activos.
A
la par que la política monetaria se llevaba al límite, faltó un aumento
de la inversión a largo plazo en trenes de alta velocidad, rutas,
puertos, fuentes de energía no contaminantes, saneamiento y
potabilización del agua, salud y educación. Pero en general, en los
países de altos ingresos hubo una reducción de este tipo de inversiones,
debida a las medidas de austeridad fiscal (que obstaculizaron la
inversión pública) y a una gran incertidumbre respecto de las políticas
públicas y la tributación internacional (que obstaculizó la inversión
privada).
A
pesar de las promesas del presidente de los Estados Unidos, Barack
Obama, de invertir en trenes de alta velocidad y otras infraestructuras
modernas, durante los ocho años de su presidencia no se tendió ni un
kilómetro de vías férreas rápidas. Es hora de convertir las palabras en
acciones (en Estados Unidos y el resto del mundo) y dar inicio a una
nueva era de inversión masiva en desarrollo sostenible.
Esta
estrategia demanda resolver tres desafíos: la identificación de los
proyectos correctos; la elaboración de planes complejos que involucrarán
a los sectores público y privado (y muchas veces, a más de un país); y
cómo estructurar la financiación. Para tener éxito, los gobiernos
tendrán que ser muy eficaces en la planificación, presupuestación e
implementación de proyectos a largo plazo. China demostró en los últimos
veinte años que tiene estas capacidades (pero con grandes falencias en
materia medioambiental), mientras que Estados Unidos y Europa tuvieron
problemas para avanzar. En tanto, los países más pobres a menudo ni lo
intentaron, por recomendación del Fondo Monetario Internacional y otros
organismos.
Hoy
los gobiernos tienen algo a favor para superar al menos uno de los
desafíos clave: los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y el
Acuerdo de París sobre cambio climático pueden ayudarlos a elegir los
proyectos correctos.
El mundo necesita inversiones masivas en energía no contaminante (junto
con detener la construcción de nuevas centrales termoeléctricas a
carbón) y en la adopción de vehículos eléctricos (y baterías mejoradas),
más una rápida reducción del uso de vehículos con motor de combustión
interna. Los países en desarrollo, en particular, también necesitan
grandes inversiones en proyectos de saneamiento y potabilización del
agua en áreas urbanas de rápido crecimiento. Y para los países de bajos
ingresos es fundamental ampliar los sistemas de salud y educativos.
La
iniciativa “un cinturón, una ruta” de China (que busca vincular Asia
con Europa mediante redes de infraestructura modernas) ayudará a
promover algunas de estas metas, siempre que los proyectos se diseñen
pensando en un futuro de energía no contaminante; impulsará el empleo,
el gasto y el crecimiento, especialmente en las economías eurasiáticas
sin salida al mar; y puede revitalizar las relaciones económicas y
diplomáticas entre la Unión Europea, Rusia y China.
África
necesita con urgencia un programa similar. Si bien los países africanos
ya identificaron inversiones prioritarias en electrificación y
transporte, el progreso será lento si no se cuenta con una nueva ola de
fondos para invertir.
El
conjunto de los países africanos debería invertir en infraestructuras
al menos cien mil millones de dólares más al año; y sólo en educación se
necesita un incremento anual algo inferior (del orden de un dígito
menos). Estas necesidades deberían cubrirse sobre todo con préstamos a
largo plazo y a interés reducido otorgados por China, Europa y Estados
Unidos, además de movilizar el ahorro a largo plazo de los países
africanos (por ejemplo, mediante la introducción de nuevos sistemas de
pensiones).
Estados Unidos y Europa también necesitan grandes programas de infraestructura nuevos.
En Estados Unidos (donde el último gran proyecto de infraestructuras,
el sistema nacional de autopistas, concluyó en los setenta) hay que
hacer hincapié en invertir en energía limpia, trenes de alta velocidad y
la adopción masiva de vehículos eléctricos.
En cuanto a Europa, su programa para los ODS debería ser el Plan de Inversiones de
la Comisión Europea (apodado “Plan Juncker”, en referencia a
Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión). Por ejemplo, la UE
debería concentrarse en crear una red paneuropea de transmisión de
energía limpia y en un aumento masivo de la generación de energía a partir de fuentes renovables.
Para
ayudar a financiar estos programas, los bancos multilaterales de
desarrollo (como el Banco Mundial, el Banco Asiático de Desarrollo y el
Banco Africano de Desarrollo) deberían aprovechar los bajos tipos de
interés actuales para tomar muchísima más deuda a largo plazo en los
mercados de capitales, y luego prestar esos fondos a gobiernos y
entidades de inversión público‑privadas.
Los
gobiernos deberían gravar el carbono según un esquema gradualmente
creciente, y usar lo recaudado para financiar las energías limpias. Y
hay que resolver las lagunas notorias del sistema global de tributación
corporativa, lo que permitiría aumentar unos 200 000 millones de dólares
al año (o más) la recaudación mundial del impuesto a las corporaciones.
(Hoy las empresas estadounidenses están sentadas sobre casi dos
billones de dólares en fondos offshore por los que en algún momento deberán tributar.) La recaudación adicional debería asignarse a nuevas inversiones públicas.
Para
los países más pobres, buena parte de la inversión necesaria debe
proceder de un aumento de las ayudas oficiales al desarrollo. Hay varios
modos de generar los fondos necesarios: reducir el gasto militar (lo
que incluye poner fin a las guerras en Medio Oriente); un firme
compromiso contra una nueva generación de armas nucleares; que Estados
Unidos recorte el gasto en bases militares en el extranjero; y evitar
una carrera armamentista entre Estados Unidos y China, por medio de una
mejora de la diplomacia y la cooperación. El dividendo de paz resultante
debería canalizarse hacia la atención de la salud, la educación y la
inversión en infraestructuras en las regiones hoy azotadas por la guerra
y la pobreza.
El
desarrollo sostenible no es un mero deseo ni un eslogan: es el único
camino realista hacia el crecimiento y la creación de empleos a escala
global. Es hora de darle la atención (y las inversiones) que merece.
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