El capitalismo progresista no es un oxímoron
   
    
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A
 pesar de que registramos las cifras de desempleo más bajas desde 
finales de la década de los sesenta, la economía estadounidense les está
 fallando a sus ciudadanos. El salario de alrededor del 90 por ciento de
 la población se ha estancado o reducido en los últimos treinta años. 
Quizá esto no nos sorprenda, ya que en Estados Unidos impera el mayor nivel de desigualdad
 del mundo desarrollado y uno de los niveles más bajos de oportunidad. 
Dentro de las fronteras de Estados Unidos, el futuro de los jóvenes 
depende de los ingresos y la educación de sus padres más que en 
cualquier otro lugar.
Por
 suerte, no estamos condenados a vivir en esta situación. Existe una 
alternativa: el capitalismo progresista. Este término no es un oxímoron:
 sí es posible canalizar el poder del mercado y ponerlo al servicio de 
la sociedad.
En
 la década de los ochenta, las “reformas” regulatorias de Ronald Reagan,
 que disminuyeron la capacidad del gobierno de frenar los excesos del 
mercado, se nos vendieron como excelentes herramientas para impulsar la 
economía estadounidense. Por desgracia, lo que ocurrió fue justo lo 
contrario: el crecimiento se aletargó, pero lo más extraño fue que esto 
sucediera en la capital mundial de la innovación.
El auge producido por la generosidad con que el presidente Donald Trump trató a las empresas en la legislación fiscal de 2017
 no resolvió ninguno de estos problemas que se han arrastrado por años, y
 ya comienza a desvanecerse. Según los pronósticos, el crecimiento para 
el próximo año se ubicará ligeramente por debajo del dos por ciento.
Si
 bien hemos caído hasta este punto, no tenemos que seguir así. El 
capitalismo progresista sustentado en una comprensión clara de los 
elementos que fomentan el crecimiento y el bienestar de la sociedad nos 
ofrece una opción para salir del lodazal y mejorar la calidad de vida de
 la población.
La
 calidad de vida comenzó a mejorar a finales del siglo XVIII por dos 
motivos principales: el desarrollo científico (descubrimos cómo aprender
 de la naturaleza y aprovechamos ese conocimiento para mejorar la 
productividad y la longevidad) y los avances en la organización social 
(como sociedad, aprendimos a trabajar juntos a través de instituciones 
como el Estado de derecho y las democracias con controles y 
contrapesos).
Un
 elemento clave en ambos casos fue la existencia de sistemas para 
evaluar y verificar la verdad. El peligro real y perdurable de la 
presidencia de Trump es el riesgo que representa para estos pilares de 
la economía y sociedad estadounidenses, su ataque a la idea misma del 
conocimiento y la experiencia, y su hostilidad hacia las instituciones 
que nos ayudan a descubrir y evaluar la verdad.
Existe
 un contrato social más amplio que hace posible que una sociedad trabaje
 y prospere de manera conjunta; este también se ha ido desgastando. 
Estados Unidos creó la primera sociedad con una verdadera clase media, 
pero ahora cada vez es más difícil para sus ciudadanos llevar una vida 
de clase media.
Nos
 encontramos en esta terrible situación porque olvidamos que la 
verdadera fuente de la riqueza de una nación es la creatividad y la 
innovación de su gente. Solo hay dos formas de hacernos ricos: o bien 
aportar al conjunto económico del país o apropiarnos de una tajada más 
grande de la economía al explotar a otros (por ejemplo, si abusamos del 
poder del mercado o aprovechamos algunas ventajas por tener 
información). Confundimos el trabajo arduo que crea riqueza con acciones
 para arrebatarles recursos a otros (o, en términos económicos, la 
captación de rentas) y demasiados jóvenes talentosos prefirieron hacerse
 ricos lo más rápido posible.
A
 partir de la era de Reagan, la política económica desempeñó un papel 
crucial en esta distopía: justo en el momento en que las fuerzas de la 
globalización y el cambio tecnológico se conjuntaron para hacer más 
marcadas las desigualdades, adoptamos políticas que agravaron esas 
desigualdades sociales. Con todo y que surgieron teorías económicas como
 la economía de la información (que aborda la inevitabilidad de tener 
información imperfecta), la economía conductual y la teoría del juego 
para explicar por qué los mercados por sí mismos generalmente no son 
eficientes, justos, estables ni racionales, decidimos depender más de 
los mercados y eliminar algunas protecciones sociales.
Como
 resultado, tenemos una economía en la que hay más explotación, ya sean 
prácticas abusivas en el sector financiero o el sector tecnológico, por 
ejemplo, que utilizan nuestros propios datos para aprovecharse de 
nosotros a costa de nuestra privacidad. En la medida en que se dejaron 
de aplicar de manera estricta las leyes antimonopolio y la regulación se
 quedó rezagada respecto a los cambios en la economía y las innovaciones
 para crear y apalancar el poder del mercado, los mercados se 
concentraron más y se hicieron menos competitivos.
La
 política ha sido muy importante para que el sector corporativo busque 
una mayor captación de rentas y produzca la consiguiente desigualdad. 
Los mercados no existen en un vacío; deben estructurarse mediante normas
 y reglamentos, cuyo cumplimiento debe exigirse. La desregulación del 
sector financiero abrió espacios para que los banqueros emprendieran 
actividades demasiado riesgosas o que involucraran más 
explotación. Muchos economistas comprendieron que el comercio con los 
países en desarrollo desplazaría a la baja los salarios estadounidenses,
 en especial para aquellos con pocas habilidades, y terminaría por 
eliminar empleos. Podríamos y deberíamos haberles ofrecido más ayuda a 
los trabajadores afectados —como también tendríamos que ayudar a los 
empleados que pierden su trabajo como consecuencia de un cambio 
tecnológico—, pero iba en contra de los intereses corporativos. Un 
mercado laboral más debilitado, de manera conveniente, se tradujo en 
menores costos de mano de obra en el país, que se sumaron a los negocios
 de mano de obra barata contratados en el extranjero.
Ahora
 nos encontramos en un círculo vicioso: en nuestro sistema político 
impulsado por el dinero, la mayor desigualdad económica produce más 
desigualdad política; en vista de que se han debilitado las normas y 
existe una mayor desregulación, se genera todavía más desigualdad 
económica.
Si
 no cambiamos de rumbo, lo más probable es que los problemas empeoren, 
pues las máquinas (inteligencia artificial y robots) remplazan cada vez 
más a personas que realizan trabajos rutinarios, incluidos muchos 
trabajos de los millones de estadounidenses que se ganan la vida 
conduciendo vehículos.
Una
 vez hecho el diagnóstico, es posible saber qué medidas tomar: para 
empezar, es necesario reconocer el papel crucial que desempeña el Estado
 para lograr que los mercados estén al servicio de la sociedad. 
Necesitamos normas que garanticen una competencia fuerte sin explotación
 abusiva, de manera que se reajusten las relaciones entre las empresas y
 sus empleados, y también con los consumidores a quienes deberían 
servir. Debemos ser tan determinados para combatir el poder del mercado 
como el sector corporativo lo ha sido para favorecerlo.
Si
 hubiéramos detenido la explotación en todas sus formas y hubiéramos 
alentado la creación de riqueza, el resultado habría sido una economía 
más dinámica y con menos desigualdad. Quizá podríamos haber frenado la crisis de opiáceos y
 evitado la crisis financiera de 2008. Si hubiéramos hecho más para 
mitigar el poder de los oligopolios y fortalecer el de los trabajadores,
 y si hubiéramos exigido a nuestros bancos rendir cuentas, quizá en 
Estados Unidos no imperaría una sensación de impotencia y los 
estadounidenses confiarían más en sus instituciones.
También
 se requieren de acciones del gobierno en muchas otras áreas. Los 
mercados por sí mismos no nos protegen de algunos de los riesgos más 
importantes que enfrentamos, como el desempleo y la discapacidad. No 
pueden proporcionar de manera eficaz pensiones a costos administrativos 
bajos ni protegernos contra la inflación. Tampoco proporcionarán una 
infraestructura adecuada ni educación decente para todos ni realizarán 
suficientes investigaciones básicas.
El
 capitalismo progresista parte de un nuevo contrato social entre los 
votantes y los funcionarios electos, entre trabajadores y empresas, 
entre ricos y pobres, y entre quienes tienen trabajo y quienes están 
desempleados o no tienen suficiente trabajo.
Parte
 de este nuevo contrato social es una opción pública ampliada con muchos
 programas que ahora proporcionan organizaciones privadas o no se 
ofrecen en absoluto. Fue un error no incluir la opción pública en Obamacare:
 habría dado más opciones y fomentado la competencia, además de bajar 
los precios. Pero es posible incluir opciones públicas en otras áreas, 
por ejemplo, el retiro y las hipotecas. Este nuevo contrato social les 
permitirá a la mayoría de los estadounidenses gozar de nuevo una vida de
 clase media.
Como
 economista, siempre me preguntan: ¿podemos ofrecerles esta vida de 
clase media a la mayoría de los estadounidenses o a todos? De alguna 
forma, lo hicimos cuando éramos un país mucho más pobre en los años 
posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En nuestra política, en nuestra
 participación dentro del mercado laboral y en nuestra salud ya estamos 
pagando el precio por nuestros errores.
Debemos
 olvidar la fantasía neoliberal de que los mercados sin restricciones 
traerán prosperidad para todos. Es una idea tan errónea como la noción 
tras la caída de la Cortina de Hierro de que éramos testigos “del fin de
 la historia” y pronto todos seríamos democracias liberales con 
economías capitalistas.
Todavía
 más importante es aceptar que nuestro capitalismo explotador nos ha 
moldeado como individuos y como sociedad. La deshonestidad desenfrenada 
que observamos en Wells Fargo, Volkswagen o en los miembros de la 
familia Sackler —que promovieron medicamentos
 aunque sabían que eran adictivos— es de esperarse en una sociedad que 
prefiere la búsqueda de ganancias porque se conduce, en palabras de Adam
 Smith, “como llevada por una mano invisible”, al bienestar de la 
sociedad, sin importar si esas ganancias se generan a partir de la 
explotación o de la creación de riqueza.
Joseph E. Stiglitz es economista y catedrático de la Universidad 
de Columbia. En 2001, fue galardonado con el Premio Nobel de Economía. 
Recientemente publicó el libro "People, Power, and Profits: Progressive 
Capitalism for an Age of Discontent".
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https://www.nytimes.com/es/2019/04/30/stiglitz-capitalismo/ 
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