Pasado, presente y futuro del desarrollo económico
           Este artículo plantea una visión general del pasado, el 
presente y el futuro del desarrollo económico que empieza con la 
conceptualización, definición y medición del desarrollo económico y 
subraya que centrarse exclusivamente en el factor económico no sirve 
para explicar el desarrollo; ni siquiera, por paradójico que parezca, el
 de tipo económico. A continuación se exponen aspectos clave del 
progreso económico y humano de los últimos setenta años y se describe el
 panorama actual. Para terminar, se examina el futuro del desarrollo 
económico, con hincapié en las dificultades a que se enfrentan los 
países en desarrollo, sobre todo las oportunidades y los peligros 
derivados del reciente descenso global de la participación del trabajo 
en la actividad económica general.
                                        
El desarrollo económico
¿Qué es el desarrollo económico y cómo ha evolucionado ese concepto a
 lo largo de los años? Se diría que su componente meramente económico es
 relativamente fácil de comprender. A buen seguro, la forma habitual de 
medir un crecimiento sostenido de la renta per cápita constituye una 
base conceptual y real sólida. Sería muy curioso describir el desarrollo
 económico en función de una disminución de la renta per cápita. Sin 
embargo, el incremento de este indicador, aunque necesario, no basta en 
modo alguno para hablar de desarrollo, ni siquiera de desarrollo 
económico.
Es lógico que la distribución de este incremento de renta entre la 
población se encuadre en el ámbito del desarrollo económico. Dos 
elementos esenciales de esta distribución son la desigualdad y la 
pobreza. Si la renta media se incrementa, pero también crece la 
desigualdad en su distribución, la perspectiva igualitaria calificará de
 negativo este último aspecto del desarrollo económico. Si también crece
 la pobreza, es decir, la cantidad de personas cuya renta se sitúa por 
debajo de un nivel aceptable, esto supondrá otra nota negativa, que 
contrastará con la creciente renta media a la hora de evaluar el 
desarrollo económico. Como es lógico, la verdadera repercusión que este 
tenga sobre la pobreza dependerá de la interacción entre renta media y 
desigualdad y de cuál de las dos fuerzas se imponga empíricamente.
Sin embargo, identificar el desarrollo económico solo con la renta es
 una concepción demasiado restrictiva. Seguramente también sean 
relevantes otros aspectos del bienestar. Por ejemplo, la educación y la 
salud son elementos que van más allá de la renta. Constituyen por sí 
solos importantes indicadores del bienestar, aunque influyan en la renta
 y se vean influidos por ella. Un elevado nivel de renta puede 
proporcionar una población formada y sana, pero una población formada y 
sana también contribuye a un elevado nivel de renta. En consecuencia, 
cualquier evaluación del desarrollo, e incluso del desarrollo económico,
 tendrá que tener en cuenta una gama más amplia de medidas del 
bienestar, no solo la renta y su distribución. También son importantes 
la educación y la salud, así como su distribución entre la población.
La distribución no solo tiene que ver con la desigualdad entre 
individuos. También es esencial considerar la desigualdad entre grupos 
definidos por ciertos rasgos generales. La desigualdad de género socava 
el desarrollo económico, ya que prescinde del potencial de la mitad de 
la población. En consecuencia, hay que tratar de mejorar los indicadores
 de desigualdad de género, porque son importantes en sí mismos y también
 por las aportaciones que hacen al crecimiento económico y a la forma de
 afrontar la desigualdad económica. Del mismo modo, las desigualdades 
entre grupos étnicos y regionales avivan la tensión social e influyen en
 las condiciones que rodean la inversión, con lo que también afectan al 
crecimiento económico. Es difícil separar estas dimensiones en 
apariencia no económicas de las estrictamente económicas. En 
consecuencia, el desarrollo económico también está relacionado con una 
concepción más general del desarrollo.
Si nos fijamos solo en indicadores que miden los ingresos procedentes
 de las rentas del trabajo y del capital perdemos de vista la 
utilización de recursos que el mercado no valora adecuadamente. De 
ellos, el más importante es el medio ambiente, sobre todo teniendo en 
cuenta las emisiones de efecto invernadero y el cambio climático. El 
incremento de la renta nacional, tal como suele medirse, no incorpora el
 precio que tiene la pérdida de recursos medioambientales insustituibles
 de índole nacional, ni, en el caso del cambio climático, medidas 
irreversibles que generan riesgos catastróficos para nuestro planeta.
La comunidad internacional ha adoptado una concepción más global del 
desarrollo, primero a través de los Objetivos de Desarrollo del Milenio 
(ODM) de 2000, y después mediante los Objetivos de Desarrollo Sostenible
 (ODS) de 2015. Los ocho ODM se ampliaron y modificaron hasta quedar en 
17 ODS, que incluyen medidas económicas convencionales como el 
crecimiento de la renta y la pobreza de ingresos, pero también 
indicadores como la desigualdad, las disparidades de género y la 
degradación medioambiental (Kanbur, Patel y Stiglitz, 2018). De hecho, 
la cristalización y el asentamiento de esta concepción general del 
desarrollo, e incluso del desarrollo económico, ha sido uno de los 
indudables avances intelectuales de la última década, y sin duda apunta 
en la dirección de una «nueva ilustración» respecto a la evaluación de 
las trayectorias de éxito. Pero, ¿cuáles han sido estas trayectorias en 
las siete décadas transcurridas desde la Segunda Guerra Mundial? De ello
 se ocupa el siguiente apartado.
El pasado1
Las seis décadas posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, 
hasta la crisis de 2008, fueron una época dorada desde la estricta 
perspectiva del desarrollo económico, de la renta per cápita real (o el 
producto interior bruto, PIB). Entre 1950 y 2008 aquella se multiplicó 
por cuatro en el conjunto del mundo. A modo de comparación, digamos que 
antes de este periodo hicieron falta mil años para que el PIB per cápita
 mundial se multiplicara por 15. Entre los años 1000 y 1978, la renta 
per cápita de China se multiplicó por dos, pero en los treinta años 
siguientes se multiplicó por seis. La de la India se multiplicó por 
cinco desde su independencia en 1947, después de haberse incrementado 
solo el 20% en el milenio anterior. Sin duda, la crisis de 2008 supuso 
una grave mella para la tendencia a largo plazo, pero no fue más que 
eso. Aun teniendo en cuenta el acusado descenso de la producción que 
generó la crisis, el crecimiento económico posterior a la Segunda Guerra
 Mundial resulta espectacular si se compara con lo logrado en los mil 
años anteriores.
Pero, ¿qué podemos decir sobre la distribución de la renta y, en 
concreto, de las rentas de los más pobres? ¿Llegaron de verdad a 
participar de ese crecimiento medio? En este caso no disponemos de datos
 tan antiguos como los de renta media. De hecho, solo contamos con 
información razonablemente fiable sobre las últimas tres décadas. Sin 
embargo, según los cálculos de Banco Mundial, que sitúan la línea de 
pobreza en 1,90 dólares (en paridad del poder adquisitivo) por persona y
 día, en 2013 vivía en la pobreza algo mas de un cuarto de la población 
mundial que la sufría en 1981, el 11% frente al 42% anterior. Los países
 más poblados del mundo —China, la India, pero también Vietnam, 
Bangladesh y otros— han contribuido a esta reducción sin precedentes de 
la pobreza mundial. De hecho, se ha apuntado que el comportamiento a 
este respecto de China, donde cientos de millones de personas han 
superado el nivel de la pobreza en las últimas tres décadas, ha 
constituido el proceso de reducción de la pobreza más espectacular de la
 historia de la humanidad.

Sin embargo, en la historia del periodo de posguerra no solo hay 
incrementos de rentas y reducción de la pobreza de ingresos. Los 
promedios mundiales de los indicadores sociales también han registrado 
una drástica mejora. El índice de finalización de la educación primaria 
ha pasado de poco más del 70% en 1970 al 90%, ahora que nos acercamos al
 final de la segunda década del siglo XXI. En el
 último cuarto de siglo, la mortalidad materna se ha reducido a la 
mitad, pasando de 400 a 200 muertes por cada 100.000 niños que nacen 
vivos. En la actualidad, la mortalidad infantil representa un cuarto de 
la que había hace medio siglo (30 muertes frente a 120 por cada 1.000 
nacidos vivos). Estas mejoras de los índices de mortalidad han 
contribuido a aumentar la esperanza de vida, que ha pasado de cincuenta 
años en 1960 a setenta en 2010.
El
 porcentaje de la población mundial que vivía en la pobreza en 2013 ha 
caído un cuarto respecto al porcentaje de 1981: del 42% al 11%
Centrarse solo en la renta, la salud y la educación oculta otra gran 
tendencia mundial observada desde la guerra. Esta ha sido verdaderamente
 una época de descolonización. La pertenencia a la ONU se disparó al 
irse incrementando el número de colonias que se independizaba 
políticamente de las potencias coloniales: se pasó de alrededor de 50 
miembros en 1945 a más de 150 tres décadas después. Al mismo tiempo se 
produjo un aumento constante del número de democracias, y después de la 
caída del muro de Berlín la efusión ha sido todavía mayor, ya que casi 
20 países han entrado en el redil democrático. A estas tendencias 
generales y bien cuantificadas podríamos añadir otras, más difíciles de 
constatar; por ejemplo, la relativa a la participación política de la 
mujer.
En vista del historial de espectaculares éxitos mundiales, ¿qué nos 
va a impedir proclamar victoria en materia de progreso humano? La 
respuesta es que no podemos declamar tal cosa, porque los buenos 
promedios mundiales, aun siendo positivos, pueden ocultar alarmantes 
tendencias adversas. Hay países de África sumidos en conflictos que ni 
siquiera tienen datos de crecimiento dignos, ni desde luego crecimiento 
económico. También en África, en los países de los que sí tenemos datos,
 aunque el porcentaje de población pobre ha ido disminuyendo, en 
términos absolutos el número de pobres ha aumentado en casi 100 millones
 de personas durante el último cuarto de siglo a consecuencia del 
crecimiento demográfico.
Un caso similar, con dos vertientes, es el que presenta la 
desigualdad de renta en el mundo. Se puede decir que la desigualdad 
entre todos los habitantes del planeta se compone de dos elementos. El 
primero se expresa en las rentas medias de los países y plasma el 
desfase entre países ricos y pobres. El segundo indica la desigualdad 
que hay dentro de cada país, a su vez relacionada con la media de 
ingresos. Si tenemos en cuenta el rápido crecimiento que han 
experimentado grandes países muy pobres como la India o China en 
comparación con países más ricos como Estados Unidos, Japón y los 
europeos, podemos decir que la desigualdad entre países ha disminuido. 
Más complejo es el panorama dentro de cada país, pero el acusado 
incremento de la desigualdad en Estados Unidos, Europa y China indica 
que, en conjunto, las desigualdades internas han aumentado. Si 
combinamos esos dos indicadores, se aprecia que, en términos generales, 
la desigualdad mundial se ha reducido (Lakner y Milanovic, 2016). La 
importancia de la desigualdad entre naciones ha mermado de forma 
drástica, ya que hace un cuarto de siglo suponía cuatro quintos de la 
desigualdad general. Sin embargo, su aportación sigue superando los tres
 cuartos del total mundial. Estos dos rasgos, la creciente desigualdad 
interna en los grandes países en desarrollo y el peso todavía descomunal
 que tiene la desigualdad entre países en la desigualdad mundial son la 
otra cara de esa moneda que, en las tres últimas décadas, presenta una 
media de crecimiento positivo en el conjunto de los países en 
desarrollo.
La desigualdad entre los habitantes del planeta se compone de dos elementos: el primero se expresa en las rentas medias de los países y plasma el desfase entre países ricos y pobres; el segundo indica la desigualdad que existe en cada país, relacionada con la media de ingresos
Sin embargo, el aumento de la renta, si se produce a costa del 
deterioro medioambiental, yerra al medir la mejora del bienestar humano.
 La emisión de partículas contaminantes se ha incrementado en el 10% 
durante el último cuarto de siglo, con todo lo que esto supone para la 
salud. El porcentaje de población mundial que sufre estrés hídrico 
prácticamente se ha duplicado en el último medio siglo y durante ese 
mismo periodo se ha observado una reducción constante de la superficie 
forestal mundial. Las emisiones de gases de efecto invernadero globales 
han pasado de menos de 40 gigatoneladas a una cifra equivalente a 50 
gigatoneladas en el último cuarto de siglo. De seguir las tendencias 
actuales, el calentamiento global se plasmaría en torno a un incremento 
de 4 ºC al llegar 2100, muy por encima del nivel seguro que supondría un
 aumento de 1,5 ºC. Las consecuencias del calentamiento global ya han 
comenzado a apreciarse en la mayor incidencia de fenómenos climáticos 
extremos.
Así pues, las últimas siete décadas han sido una verdadera edad de 
oro para el desarrollo económico en ciertos aspectos, incluso para el 
desarrollo medido en general. Pero no es oro todo lo que reluce. Las 
tendencias ocultan procesos muy preocupantes que han comenzado a mostrar
 sus consecuencias y que están modelando el panorama de desarrollo que 
tenemos por delante. En el siguiente apartado abordamos este asunto 
centrándonos en el desarrollo económico actual.
El presente
Por supuesto, el presente del discurso sobre desarrollo económico lo 
conforman las tendencias del pasado lejano y reciente. Un interesante e 
importante rasgo del panorama actual es el cambio registrado en la 
geografía global de la pobreza. Según las definiciones habituales, hace 
cuarenta años el 90% de los pobres del mundo vivía en países de renta 
baja. Hoy en día, tres cuartos de los pobres del planeta viven en países
 de renta media (Kanbur y Sumner, 2012). El rápido crecimiento de 
algunos países grandes, acompañado de una creciente desigualdad interna,
 supone que los incrementos de la renta media no se hayan reflejado en 
la misma medida en la reducción de la pobreza. De manera que, aunque 
esos países ya han cruzado la frontera que los separaba de la categoría 
de países de renta media, que depende del promedio respecto a los 
ingresos, en términos absolutos siguen teniendo una enorme cantidad de 
pobres. Los de los países de renta media compiten con los pobres de los 
países pobres por el interés y la atención mundiales.

Esta desconexión entre la pobreza individual y la pobreza nacional 
está perturbando el sistema de asistencia global al desarrollo, que se 
basaba en la idea de que el grueso de los pobres del mundo vivía en 
países pobres. Así se aprecia en los criterios de «exclusión de la 
categoría de países menos avanzados» que utilizan la mayoría de los 
organismos de ayuda, y en función de los cuales la ayuda se reduce 
drásticamente y se interrumpe cuando la renta media de un país supera 
cierto umbral, por lo común el de acceso a la categoría de país de renta
 media. Este enfoque suscita la pregunta planteada por Kanbur y Sumner 
(2012): ¿hay que hablar de «países pobres o de gente pobre?». En líneas 
generales, la respuesta ha sido atenerse al patrón de la renta media. Lo
 cual ha conducido al establecimiento de una dicotomía, que cada vez se 
agudizará más, entre países muy pobres, con frecuencia asolados por 
conflictos, y países de renta media, en los que ahora vive el grueso de 
los pobres de la Tierra. De manera que, si la política de créditos 
blandos del Banco Mundial se atiene a esos criterios, en realidad se 
desentenderá de la inmensa mayoría de los pobres del mundo, centrándose 
solo en los países más pobres. Este desentendimiento es complicado de 
justificar desde un punto de vista ético, pero también es difícil de 
comprender si tenemos en cuenta que los países de renta media también 
son origen de problemas medioambientales mundiales y, en algunos casos, 
de migraciones originadas por conflictos.
Las migraciones, tanto las resultantes de conflictos como las 
económicas, nos llevan a otro importante rasgo del panorama actual del 
desarrollo económico que emana de tendencias históricas y que sin duda 
tendrá repercusiones globales en el futuro. El aumento de la desigualdad
 en los países ricos ha coincidido con una mayor presión migratoria 
desde los países pobres. A pesar del estrechamiento de la brecha entre 
países ricos y pobres que ha producido el rápido crecimiento de algunos 
de estos últimos, la brecha sigue siendo enorme, en promedio y, sobre 
todo, en el caso de los países más pobres que no han crecido tan rápido.
 A estos desfases han contribuido las presiones generadas por conflictos
 armados y el agravamiento del estrés medioambiental.

El vaciado de la clase media en los países ricos ha coincidido con un
 aumento de las migraciones, lo cual ha intoxicado los sistemas 
democráticos en esos países, impulsando las tendencias de extrema 
derecha, chovinistas y xenófobas en el cuerpo político (Kanbur, 2018). 
La elección de Trump, el referéndum del Brexit o la entrada de 
Alternativa por Alemania en el parlamento germano son solo algunas de 
las manifestaciones externas más evidentes del malestar político actual.
 Y tampoco es este un problema exclusivo de los países ricos. Las turbas
 antinmigrantes de Sudáfrica y el conflicto étnico en países como 
Myanmar forman parte de la misma pauta de tensiones generadas por la 
emigración que tiñen el desarrollo económico de hoy en día.
Está claro que en el panorama del desarrollo económico actual ha 
influido la crisis financiera de 2008. Más recientemente, la crisis 
global ha resultado perjudicial para las mejoras en el desarrollo, 
aunque se puede decir que las pérdidas se han concentrado sobre todo en 
los países ricos. Sin embargo, las reacciones y retrocesos que ahora se 
observan en estos están teniendo y tendrán también consecuencias para el
 desarrollo económico de los países pobres. Es más, la génesis de la 
crisis puso de relieve las fracturas existentes en el modelo económico 
aplicado por los países ricos, basado en una desregulación generalizada 
de los mercados y, sobre todo, de la banca y los flujos de capital.
La situación actual y los debates que suscita nos retrotraen a la 
evolución intelectual posterior a la caída del Muro de Berlín en 1989. 
Es preciso recordar que, según una famosa afirmación del momento, todos 
esos acontecimientos señalaban «el fin de la historia» (Fukuyama, 1989),
 con lo que se quería decir que la democracia liberal y el libre mercado
 habían ganado la batalla ideológica. Sin embargo, como señaló Kanbur 
(2001), «el fin de la historia duró muy poco». La crisis financiera de 
1997, surgida de los mercados de capital recién liberalizados de Extremo
 Oriente, supuso una llamada de atención. La crisis de 2008, también 
financiera, y nacida en los mercados desregulados de Estados Unidos y 
Europa, condujo a la peor depresión mundial desde la década de 1930.
El conjunto del mundo está comenzando a recuperarse de esta 
catástrofe. Su efecto sobre el pensamiento económico ha sido saludable. 
Es bien sabido que la reina de Inglaterra preguntó a los economistas 
británicos por qué no la habían visto venir. La respuesta de Timothy 
Besley y Peter Hennessy fue la siguiente: «En resumen, Su Majestad, la 
incapacidad para predecir el momento, la magnitud y la gravedad de la 
crisis y para atajarla, aunque tuvo múltiples causas, se debió 
principalmente a la incapacidad de la imaginación colectiva de mucha 
gente brillante, tanto en este país como en otros, para comprender los 
peligros que corría el conjunto del sistema» (citado en Kanbur, 2016). 
Sin embargo, los peligros para el conjunto del sistema los agravó a 
comienzos del siglo XXI la posición 
desreguladora de unos políticos que todavía se regodeaban en el discurso
 del «fin de la historia» con el que había acabado el milenio anterior. 
Esperemos que las lecciones de la devastadora crisis de 2008 no se 
olviden a medida que sigamos avanzando.
En consecuencia, la crisis de 2008 descansa en los aspectos negativos
 de las tendencias identificadas en el apartado anterior, los agudiza, y
 conforma las perspectivas presentes y futuras. De estas últimas nos 
ocupamos en el apartado siguiente.
El futuro
El pasado y el presente del desarrollo económico sientan las bases 
del futuro a largo plazo. No cabe duda de que la degradación 
medioambiental y el cambio climático empeorarán las perspectivas de 
desarrollo y agudizarán los conflictos y las tensiones ambientales 
relacionadas con la emigración. De los problemas aquí planteados ya se 
han ocupado adecuadamente los textos académicos (ver, por ejemplo, 
Kanbur y Shue, 2018). Y las acciones que se precisan están más o menos 
claras: el problema radica más bien en si hay voluntad política para 
llevarlas a cabo.
Al margen de los desafíos que plantean el cambio climático y la 
degradación ambiental, desde la década de 1980 ha surgido otro problema 
importante: la reducción en todo el mundo de la participación de las 
rentas del trabajo en el producto interior bruto (PIB) de las naciones, o
 en el total de las rentas empresariales. Esta tendencia descendente 
mundial queda patente tanto si observamos datos macroeconómicos 
(Karababounis y Neiman, 2013; Grossman et al., 2017) como si tenemos en cuenta datos de las empresas (Autor et al.,
 2017). La reducción del peso de este indicador en el PIB es un síntoma 
de que el conjunto del crecimiento económico está creciendo mas que el 
monto total de las rentas del trabajo. Entre finales de 1970 y la década
 de 2000 la participación del trabajo en el PIB se ha reducido en casi 
cinco puntos, pasando del 54,7% al 49,9% en las economías avanzadas. En 
2015, la cifra se recuperó ligeramente, situándose en el 50,9%. En los 
mercados emergentes, la participación del trabajo en el PIB también se 
ha reducido, pasando del 39,2% al 37,3% entre 1993 y 2015 (FMI, 2017). 
La incapacidad de articular respuestas políticas adecuadas y coordinadas
 ante estos procesos puede tener preocupantes repercusiones para el 
desarrollo económico futuro. De hecho, la reducción del peso de las 
rentas del trabajo en el PIB, a pesar del desarrollo económico 
generalizado, a menudo se considera el combustible que ha extendido el 
fuego de las reacciones antinmigración y antiglobalización en los 
últimos años, amenazando con invertir la tendencia de décadas de 
progreso basadas en la liberalización del comercio y del mercado de 
capitales en todo el mundo.
Es preciso señalar que la participación de las rentas del trabajo en 
el PIB y la desigualdad de rentas van irremisiblemente unidas. De hecho,
 el primer indicador se suele utilizar para medir el segundo (por 
ejemplo, Alesina y Rodrik, 1994). La comprensión de las fuerzas que 
determinan el peso de las rentas del trabajo en el PIB ha sido un 
aspecto de especial importancia para el panorama del desarrollo 
económico. De hecho, esa búsqueda ha orientado durante décadas las 
investigaciones sobre el comercio y la economía del desarrollo, y 
durante esa época se han definido las fuerzas de la globalización y sus 
múltiples y matizadas repercusiones sobre el peso de las rentas del 
trabajo en el PIB (Bardhan, 2006; Bourguignon, 2017).
Sin embargo hay buenas razones para pensar que los modelos económicos
 al uso no suelen ofrecer pronósticos que encajen con la pauta actual de
 reducción del peso de las rentas de trabajo en la economía global. 
Sobre todo porque detrás del velo de la reducción de la participación de
 ese indicador en el PIB mundial se esconde una enorme diversidad 
subyacente, en el sentido del cambio en la participación de las rentas 
del trabajo en cada nación, y en la que las economías emergentes y las 
avanzadas se sitúan en extremos opuestos (Karababounis y Neiman, 2013). 
Estas observaciones van en contra del pronóstico canónico de los modelos
 económicos basados en presupuestos como la evolución constante de la 
tecnología, la competencia perfecta y la ausencia de anomalías en el 
mercado. Partiendo de dichos presupuestos, el pronóstico habitual es que
 los trabajadores de países con una relativa abundancia de mano de obra 
se beneficiarán abiertamente de la participación en el comercio mundial,
 tanto en términos absolutos como en relación con los propietarios de 
otros factores productivos. Sin embargo, muy por el contrario, después 
de asumir el papel de principal fábrica del mundo, China ha 
experimentado una de las tasas de reducción del peso de las rentas del 
trabajo en el PIB más apreciables de las registradas desde 1993 (FMI, 
2017).
No cabe duda de que la búsqueda de nuevas fuerzas que puedan estar influyendo en estos procesos está justificada.2 Para
 alcanzar este fin, podemos decir que la trayectoria del peso de las 
rentas del trabajo en el mundo se sitúa en la confluencia de tres 
grandes transformaciones de los rasgos que definen a las economías en 
desarrollo y desarrolladas. Son las siguientes: (i) la adopción de 
cambios tecnológicos que ahorran mano de obra, (ii) el cambio en la 
importancia que tiene el empleador en el mercado, y (iii) la creciente 
prevalencia de formas de empleo alternativas en el mercado de trabajo.
Las innovaciones tecnológicas que ahorran mano de obra constituyen un
 motor clave para la reciente reducción de la participación del trabajo 
en el PIB mundial (FMI, 2017). Son muchas las razones para que las 
empresas y los productores adopten esos cambios, entre ellos la 
disminución del precio de los bienes de inversión y de las tecnologías 
de la información (Karababounis y Neiman, 2013) y la llegada de la 
robótica a los procesos fabriles (Acemoglu y Restrepo, 2018). Las 
economías avanzadas ya no ostentan el monopolio de la adopción de 
innovaciones que ahorran mano de obra. De hecho, según los últimos 
cálculos, China ha introducido en las fábricas más robots que ningún 
otro país (Bloomberg News, 2017). Con todo, no se puede presuponer que 
las innovaciones tecnológicas que ahorran mano de obra incidan siempre 
en las rentas del trabajo, ya que tal presupuesto yuxtapone el 
incremento general de la productividad emanado de la utilización de 
cambios técnicos que ahorran mano de obra a sus posibles consecuencias 
adversas para el desempleo. En última instancia, el hecho de que los 
trabajadores se beneficien de innovaciones tecnológicas que ahorran mano
 de obra dependerá de la rapidez con la que el incremento de la 
productividad se traduzca en mejoras salariales (Acemoglu y Autor, 2011;
 Acemoglu y Restrepo, 2018; Chau y Kanbur, 2018).
En la década de 1980 surgió un problema importante: la reducción en todo el mundo de la participación de las rentas del trabajo en el producto interior bruto (PIB) de las naciones o en el conjunto de las rentas empresariales
Aquí es donde nuevas investigaciones podrían cosechar beneficios 
considerables y mejorar nuestra comprensión sobre el funcionamiento de 
los mercados de países en desarrollo y sobre cómo responden a las 
sacudidas. Ya se han identificado algunos factores importantes a este 
respecto. Entre ellos, las distorsiones en el mercado laboral, que 
pueden sesgar la toma de decisiones respecto al cambio tecnológico 
(Acemoglu y Restrepo, 2018) y promover fricciones en el mercado de 
trabajo, con lo que dicho cambio podría suscitar complejas reacciones 
distributivas (Chau y Kanbur, 2018). Por otra parte, hay que desarrollar
 y poner en marcha políticas de respuesta a las innovaciones 
tecnológicas que ahorran mano de obra, entre ellas quizá inversiones 
públicas en investigación, para crear tecnologías que utilicen la fuerza
 de trabajo con eficiencia (Atkinson, 2016; Kanbur, 2018).
Además de las diferencias nacionales o de mercado que presenta la 
participación del trabajo, los últimos datos sobre las empresas han 
generado multitud de estudios que demuestran que el poder del empleador 
en el mercado puede ocasionar diferencias sistémicas en la participación
 del trabajo en empresas de diversos niveles de productividad (por 
ejemplo, Melitz y Ottaviano, 2008). A estas alturas ya es bien sabido 
que la globalización favorece de manera desproporcionada a las empresas 
de alta productividad. En los últimos años, la aparición en Estados 
Unidos de empresas superestrella, claramente propensas a adoptar 
tecnologías que ahorran mano de obra, supone un excelente ejemplo de 
cómo los cambios en la organización industrial pueden repercutir en el 
conjunto de la participación del trabajo en el PIB (Autor et al.,
 2017). El poder del empleador en el mercado también se ha convertido en
 una realidad en los mercados emergentes (por ejemplo, Brandt et al.,
 2017). Cuando hay desarrollo económico y las grandes empresas cobran 
más importancia, ¿favorece esto de manera desproporcionada la adopción 
de tecnologías que ahorran mano de obra? (Zhang, 2013). ¿O acaso valoran
 esas empresas la motivación del trabajador y abonan mayores salarios? 
(Basu, Chau y Soundararajan, 2018). Estamos ante cuestiones esenciales 
que pueden promover el desarrollo de todo un abanico de posibles 
políticas, que van, por ejemplo, desde la conveniencia de que existan 
salarios mínimos que faciliten a los trabajadores la labor de alcanzar 
mejores acuerdos salariales hasta la utilización de medidas que 
favorezcan la competencia como herramientas para el desarrollo 
económico.
La aparición de empresas superestrella, propensas a adoptar tecnologías que ahorran mano de obra, son el ejemplo de cómo los cambios en la organización industrial pueden repercutir en el conjunto de la participación del trabajo en el PIB
Importantes procesos registrados en las instituciones que regulan el 
mercado de trabajo en los países emergentes han contribuido a acentuar 
estos cambios en las tecnologías y la organización industrial. Los 
contratos laborales actuales ya no responden al marco clásico, 
caracterizado por la dicotomía entre empleador-trabajador en la que se 
basan muchas posibles políticas. Por el contrario, ahora los 
trabajadores se enfrentan a negociaciones salariales condicionadas por 
contratos a plazo fijo o temporales. Por otra parte, los contratos 
laborales están cada vez más sujetos a las ambigüedades que generan 
relaciones entre empleadores múltiples y en las que los trabajadores 
deben responder, tanto a los encargados de sus fábricas como a infinidad
 de intermediarios subcontratistas. Estos procesos han creado 
desigualdades salariales dentro del sistema, de manera que los 
trabajadores a plazo fijo y subcontratados ganan bastante menos que los 
trabajadores corrientes, además de apenas disfrutar de prestaciones 
extrasalariales. Curiosamente, ahora la mejora de las oportunidades 
laborales puede generar incrementos salariales escasos e incluso 
negativos, ya que la composición contractual de los trabajadores cambia 
cuando aumenta el empleo. Esta situación puede generar una espiral 
descendente en la motivación del trabajador (Basu, Chau y Soundararajan,
 2018). Estos procesos apuntan a un declive de la participación del 
trabajo en el PIB generado por cambios contractuales en el mercado 
laboral que, en última instancia, puede tener consecuencias 
perjudiciales para la pauta general del progreso económico. Los intentos
 de solución de las desigualdades salariales entre trabajadores de una 
misma empresa constituyen un incipiente objeto de estudio (Freeman, 
2014; Basu, Chau y Soundararajan, 2018), y lo interesante de esta 
situación es que estamos ante una serie de circunstancias en las que las
 políticas de reducción de la desigualdad, al incrementar la moral de 
los trabajadores, podrían acabar incrementando también la eficiencia 
global.
La
 comunidad internacional adoptó una concepción más global del 
desarrollo, a través de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de
 2000
Comenzamos este capítulo subrayando la importancia que tienen tanto 
los avances económicos generales como la desigualdad de renta a la hora 
de medir el desarrollo. Nuestro breve repaso al panorama futuro del 
desarrollo económico arroja luz sobre la importancia capital que tiene 
aunar múltiples perspectivas para comprender hasta qué punto hay 
interacción entre esas dos medidas. Ese enfoque abre la puerta a 
herramientas novedosas (por ejemplo, políticas de competencia y 
tecnológicas), nuevas razones para la (no)intervención (como en el caso 
de las consecuencias que tienen para la moral las desigualdades 
salariales) y quizá algo igual de importante: nuevos marcos políticos en
 los que la equidad y la eficiencia no sean mutuamente excluyentes.

Conclusión
Al volver la vista atrás a las siete décadas transcurridas desde el 
final de la Segunda Guerra Mundial, observamos que el desarrollo 
económico presenta una serie de contradicciones. Se han producido 
aumentos nunca vistos en la renta per cápita y muchos países grandes han
 cruzado el umbral entre la renta baja y la media. Esos incrementos de 
renta han ido acompañados de mejoras también inéditas en la pobreza de 
ingresos y en los indicadores de educación y sanitarios.
Sin embargo, al mismo tiempo, la mecánica del desarrollo, su 
sostenibilidad y sus repercusiones para la economía global suscitan una 
inquietud patente. A pesar del rápido aumento de la renta en los países 
más pobres, sigue habiendo grandes desfases entre estos países y los 
ricos. Esto, unido a los conflictos y las tensiones medioambientales, ha
 producido presiones migratorias, sobre todo en los países más ricos, 
pero también en los países en desarrollo más acomodados. La conjunción 
de las presiones migratorias y la creciente desigualdad ha generado un 
tóxico incremento del populismo antiliberal que está poniendo en peligro
 los avances democráticos posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Aunque aquí nos hayamos referido con frecuencia al cambio 
medioambiental y climático, y también al crecimiento de la desigualdad 
en general, hemos subrayado la especial relevancia que, como amenaza 
constante para el desarrollo económico, tiene un factor en concreto. La 
decreciente participación del trabajo en la economía no dejará de 
acentuarse y, a menos que se contrarreste con políticas muy decididas, 
en las próximas décadas pondrá en peligro el desarrollo inclusivo.
También hemos subrayado cómo ha respondido el pensamiento económico a
 las fuerzas de cambio subyacentes. El concepto de desarrollo se ha 
ampliado hasta desbordar lo meramente económico. También se han 
analizado las raíces de la gran crisis financiera de finales de la 
primera década del nuevo milenio, de la que cabe esperar que se hayan 
aprendido algunas lecciones. Y la atención se está desplazando hacia la 
interpretación de la inexorable decadencia de la participación del 
trabajo en la economía. Solo el desarrollo que se registre en las 
próximas décadas nos dirá si todo esto equivale a una Nueva Ilustración 
para el pensamiento económico.
Notas
Cita esta publicación
      Chau, N.H. y Kanbur, R., "Pasado, presente y futuro del desarrollo
 económico", en ¿Hacia una nueva Ilustración? Una década trascendente, 
Madrid, BBVA, 2018.    
 
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 - https://www.bbvaopenmind.com/articulos/pasado-presente-y-futuro-del-desarrollo-economico/?fbclid=IwAR0NSE6_QP7haSMxVCpVLSFR6egpJxcDt8q2wILAxZGrIzZdveQfuf7pmj8
 
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