Un buen libro de Economía
Resumo aquí un artículo que publiqué el pasado 1 de junio en El Periódico, titulado “Una lección de (buena) economía”.
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El libro ha sido escrito por Jean Tirole, premio Nobel de Economía en 2014, y se titula La economía del bien común (Barcelona, Taurus, 2017). No va de bien común,
al menos tal como (algunos) académicos lo entendemos. Pero recomiendo
su lectura. El libro es grueso (más de 550 páginas) y su lenguaje no es
técnico. Dice cosas muy útiles, primero, para los
economistas; luego, para los que formamos a economistas; tercero, para
los que escriben sobre temas de economía, sean o no economistas, y,
finalmente, para toda persona culta que quiera entender los problemas
económicos y sociales de nuestro entorno. No hace falta que uno esté de
acuerdo con todo lo que dice, para que pueda beneficiarse de su lectura.
Por ejemplo, un mensaje que aflora desde las primeras páginas del libro es que debemos ser conscientes de las limitaciones de nuestro conocimiento.
O, tomando las palabras de otro gran economista de hace un siglo,
Alfred Marshall, “en las ciencias sociales no hay verdades absolutas
(excepto esta, claro)”.
Esto es muy útil para los economistas, como ya he dicho, porque, a estas alturas de nuestra ciencia, ya sabemos que los seres humanos no somos tan racionales como dicen nuestros modelos;
que nos dejamos influir por las normas sociales y por las rutinas de
comportamiento; que la información está repartida de modo muy desigual, y
que frecuentemente creemos lo que queremos creer, no lo que se presenta
ante nosotros. Y me atrevo a poner énfasis en estas limitaciones y
tergiversaciones, porque las sufrimos todos, también los ciudadanos de a
pie.
Pero esto significa que nuestras decisiones son propensas al error.
Primero, para nosotros mismos: nos equivocamos a la hora de decidir. Y
segundo, para los demás: nuestras decisiones les hacen daño. Por eso hemos “inventado” algunas soluciones, como el mercado, que Tirole defiende, pero con mucho realismo. Y el mercado necesita instituciones, leyes y normas que lo protejan, que favorezcan la transparencia y la competencia (¡oh, qué importante es la competencia, subraya Tirole!).
Eso da entrada al Estado. Pero sus representantes
tampoco son de fiar, porque muchas veces persiguen intereses privados y
sufren los mismos sesgos que los demás. Lo que hay que conseguir es que
los políticos vigilen que los que toman decisiones no creen incentivos perversos,
que producen resultados ineficientes e injustos. La gente, dice Tirole,
suele reaccionar a los incentivos; si estos son malos, las decisiones
serán incorrectas.
Tirole comenta un amplio listado de temas de actualidad,
desde el cambio climático hasta el proteccionismo comercial, desde la
gestión de las plataformas digitales hasta el alto desempleo que hay en
Francia (¡qué diría del que tenemos en España!), desde las burbujas
especulativas hasta la regulación de las instituciones financieras. El
lector encontrará buenas discusiones de los supuestos, las posibles
soluciones y, especialmente, de los argumentos que solemos dar los
economistas para entender las consecuencias, casi siempre negativas a un
plazo no tan largo, que tienen las “geniales” soluciones que se les
ocurren a otros economistas poco cuidadosos, sobre todo si trabajan para
políticos poco responsables.
Ya he dicho que el lector no tiene por qué estar de acuerdo con todas las propuestas de Tirole. En todo caso, es un libro de economía, no de ética: le
falta, me parece, entender mejor lo que es la persona humana y su
acción, pero, afortunadamente, su realismo y su amplitud de miras le
permiten enfocar los problemas de modo que las recomendaciones morales
pueden aparecer sin dificultad. La economía del bien común puede ser especialmente útil en nuestras universidades,
en las que lo políticamente correcto o lo que es aceptable para ciertas
opciones ideológicas puede suponer un freno a la hora de hacer buena
economía.
https://blog.iese.edu/antonioargandona/2018/06/09/un-buen-libro-de-economia/
De nuevo sobre un buen libro de Economía
En la entrada anterior (aquí) recomendé al lector un libro de Jean Tirole, La economía del bien común, argumentando
que es un buen libro de economía que ayudará a entender muchos
problemas de actualidad y a enfocar adecuadamente las cuestiones
económicas. La referencia al bien común en el título del libro sugiere
que este trata, de alguna manera, de la colaboración entre ética y economía. Y esto me lleva a hacer algunos comentarios adicionales.
Primero, sobre el título. Desde la Modernidad el bien común es sinónimo de interés general o interés común, es decir, una cierta suma o compendio de bienes privados.
Quedan atrás las ideas de Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y un
puñado de autores del siglo pasado, que tienen una visión distinta, que
es una pena que se olvide. Para Tirole, el bien común quiere decir que las decisiones de un agente no reducen de manera injusta el bienestar de otros
– injusto quiere decir aquí que los perjudicados no aceptan el
resultado, aunque no lo manifiesten, porque, por ejemplo, no son
conscientes de los daños que ellos sufren como consecuencia de esa
decisión.
De acuerdo con la teoría económica convencional, los agentes son autónomos;
cada uno tiene sus propios intereses, definidos de acuerdo con su
función de preferencias; esa variedad de intereses es la causa de que se
produzcan efectos negativos en otros agentes y en el conjunto de la
sociedad, cuando uno intenta promover los suyos. No disponemos de medios
para influir en esas decisiones, porque el agente es soberano y nadie tiene derecho a juzgar sus preferencias. Ahora bien, si no podemos influir en las preferencias, la ciencia económica puede ayudarnos a influir en las decisiones, de modo que los resultados colectivos sean los deseados, de acuerdo con el “bien común” antes definido.
Esta es, según Tirole, la tarea de la economía de mercado,
que trata, precisamente, de hacer compatibles los intereses privados
con los del conjunto de la sociedad o con los de otras personas
afectadas. Esta reconciliación de intereses podría llevarla a cabo cada uno de los agentes,
si conociese en qué se opone su interés personal al de la sociedad (se
supone que, además, debería querer cambiar sus preferencias, pero Tirole
no reconoce el papel de la voluntad, de modo que los desajustes son, casi siempre, problemas de información).
Pero es difícil que lo haga, porque nuestros juicios tienden a reflejar
factores como la información disponible y nuestra situación en la
sociedad, de modo que estarán sesgados. La solución, según Tirole, sería que cada uno de nosotros actuase siempre bajo el “velo de la ignorancia”,
de tal manera que, al tomar nuestras decisiones, no supiésemos si nos
toca ser un hombre o una mujer, con buena o mala salud, de familia rica o
pobre, educado o ignorante, ateo o religioso… La búsqueda del bien
común nos llevaría a esa situación “detrás del velo de la ignorancia”, y
esto nos llevaría a optar por soluciones que no perjudicasen
particularmente a nadie, porque no sabemos si ese nadie vamos a ser
nosotros.
Pues esto es lo que lleva a cabo la ciencia económica,
según Tirole, que explica las consecuencias que cada acción puede tener
para el bienestar del agente y de los demás, tanto en las transacciones de mercado
(que, si son voluntarias, siempre serán favorables para ambas partes,
aunque no necesariamente de acuerdo con criterios de justicia
previamente definidos) como en las transacciones no de mercado (es decir, cuando falla el mercado o cuando fallan las actuaciones coactivas de los gobiernos). Y esta es la función social de los economistas:
ser promotores del bien común, actuando detrás del velo de la
ignorancia, es decir, con honestidad, no por incentivos perversos o
intereses personales.
Bueno, ya he explicado al lector lo que me parece que Jean Tirole
trata de hacer en su libro, y por qué me parece interesante
recomendarlo. Pero aún no hemos llegado al contenido ético del mismo.
Dejo esto para una futura entrada.
https://blog.iese.edu/antonioargandona/2018/06/09/un-buen-libro-de-economia/
Hace unos días estuve en Sant Julià de Lòria, Andorra, invitado por el Obispado de la Seu d’Urgell, para hablar acerca de si es posible una economía del bien común. Y dije, claro, que sí, que es necesaria. La clave está, me parece, en la sociedad individualista en que vivimos, dominada por algo que en la economía convencional está muy arraigado: la idea de que las personas eligen sus fines de acuerdo con sus preferencias e intereses personales.
¿Y los demás? Bueno, mis relaciones con ellos están moderadas por la
ley y, en todo caso, ya negociaré un acuerdo entre sus intereses y los
míos. Porque -y esto es algo que también está muy aceptado en nuestras
sociedades avanzadas- no hay bienes comunes que compartir: no sabemos si existen y, en todo caso, mejor que no existan porque eso violenta la libertad de elección de cada uno.
Por eso el concepto de bien común que hoy en día corre por ahí es, más bien, el del interés general, que no es sino la suma de los intereses individuales de los ciudadanos.
Es decir, las acciones que se llevan a cabo son buenas si la suma de
los bienes producidos es mayor que la de los males. Este es el principio utilitarista de la maximización del bienestar social, medido, habitualmente, por el producto interior bruto.
El interés común puede estar muy bien, pero nos ha llevado, en buena
medida, a la compleja situación de nuestras economías post-crisis. La
supuesta mayor eficiencia de la suma de intereses personales deja fuera todo lo que no sea mensurable en dinero,
empezando por la misma esencia de las relaciones humanas, que no son
solo contractuales y económicas (si no, pregunte a su madre cuánto
cobraba por levantarse por las noches a darle agua, cuando usted era
pequeño). La agregación de intereses solo alcanza a los que participan en la producción; los demás son solo cargas improductivas, que hay que sostener, a costa, claro, de la eficiencia. El reparto de los beneficios y cargas no aparece en el concepto de interés general. Y toda la amplia gama de conductas dirigidas a crear rentas y apropiarse de las rentas creadas queda fuera del modelo.
Es lógico, pues, que tengamos que prestar atención a algo que no sea
el interés general. Y ahí aparece el concepto de bien común. Pero de
esto hablaré otro día.
https://blog.iese.edu/antonioargandona/2014/07/10/una-economia-del-bien-comun/
https://blog.iese.edu/antonioargandona/2014/07/13/una-economia-del-don/
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