El enigma de la productividad
El premio Nobel Robert Solow afirmaba en 1987 que “las
computadoras se encuentran en todas partes excepto en las estadísticas
de productividad”. Seguimos igual. En una época dominada por la
disrupción digital y por las tecnologías de crecimiento exponencial,
donde la famosa ley de Moore dobla las prestaciones de los computadores
cada año y medio, la potencia de la digitalización no se proyecta en
crecimientos homologables del PIB (ni mucho menos del nivel de vida).
¿Dónde queda la teórica productividad que debería conllevar el cambio
tecnológico? Existen numerosas aproximaciones a la solución del enigma.
Una primera pasa por argumentar que las grandes innovaciones de nuestra
época no son comparables a las de la revolución industrial. Los
incrementos de crecimiento y bienestar que aportaron la energía
eléctrica, el ferrocarril o la producción en masa son muy superiores a
las disrupciones lideradas por Facebook, Twitter o Amazon. Quizá la
paradoja yace en los mismos fundamentos del liberalismo económico.
Otro Nobel, Milton Friedman, afirmó que “el objetivo de una
empresa es maximizar el rendimiento de sus accionistas”. Pero, ¿en qué
horizonte se debería maximizar ese rendimiento? Lo que puede generar
retornos a corto plazo, podría ser contraproducente en el largo. La
fulgurante economía start-up dirigida por rápidas inversiones de
capital riesgo en busca de sus unicornios quizá resta recursos y
esfuerzos en inversiones más pacientes que pueden resultar en avances
fundamentales en el largo plazo. ¿Incrementan la productividad de la
economía deslumbrantes negocios app que reciben inversiones
multimillonarias, se sustentan en aplicaciones digitales, crean marcas
globales, y mantiene estructuras de plantilla autónomas y precarizadas?
Una aproximación similar, liderada por Clayton Christensen,
profesor de Harvard, sugiere que invertir en proyectos corporativos que
maximicen beneficio en el corto plazo, manteniendo costes bajos y cash
flow positivo, pero renunciando a la innovación disruptiva, explica por
qué gran parte de los esfuerzos innovadores no redundan en
productividad. Para Christensen existe una innovación de eficiencia,
destinada a reducir costes de producción y distribución, que incrementa
los márgenes empresariales y los redistribuye, pero no genera nuevo
valor real. El just in time, o la oleada de e-commerce liderada por
Amazon, estarían en esta categoría. La ola de destrucción creativa que
sufre el comercio norteamericano ( retailing apocalypse) ejemplifica los
efectos de esta innovación, orientada a la economía de recursos. Un
segundo tipo de innovación (de mantenimiento) es aquel que reemplaza
viejas soluciones por nuevos productos o servicios. La sustitución de un
paradigma sectorial por otro (motor de combustión por motor eléctrico)
puede ser un juego de suma cero: productos más modernos y soluciones más
convenientes desplazan a otras obsoletas que se dirigían a la misma
base de consumidores. La verdadera innovación generadora de valor, el
germen del crecimiento económico real está en la innovación habilitadora
(disruptiva) que crea nuevos mercados inexistentes previamente, sin
efecto substitución. Esa innovación es technology-push, más arriesgada,
se origina más alejada del mercado y tiene verdadera capacidad
transformadora. La telefonía móvil, el microprocesador, internet o la
inteligencia artificial son innovaciones digitales que están al nivel de
las grandes disrupciones de la era industrial.
Mariana Mazzucato, autora de El Estado emprendedor, sitúa
este tipo de desarrollos en la base de la prosperidad de las naciones a
largo plazo, e identifica como esencial el rol de la cooperación
público-privada en ellas. El embrión de la innovación realmente
disruptiva, y de la esencia misma del capitalismo moderno, se halla en
esa cooperación. Podría ser que se esté invirtiendo en una tendencia
histórica. Según Branco Milanovic, el cambio tecnológico y la revolución
industrial convirtieron en líderes a Europa y EE.UU., que impusieron un
estándar de dominio mundial. Ahora, una vez esas economías han llegado a
un “punto de saturación”, el péndulo del progreso se desplaza a Asia,
que es la gran beneficiada del cambio tecnológico reciente. Mientras,
los modelos de negocio digitales (muchos guiados por inversiones
cortoplacistas u orientados a la eficiencia productiva) y la competencia
internacional precarizan a las clases medias occidentales. Eso explica
su famosa “curva del elefante”. El lomo del elefante del progreso global
es la emergencia de inmensas clases medias en Asia, mientras que la
frente descendente del elefante somos los antiguos privilegiados
occidentales. Sorprendentemente, Asia parece haber entendido mejor la
lógica de cooperación público-privada y la visión de largo plazo
esencial en el capitalismo deep tech.
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Hoy, la antigua desigualdad horizontal (entre
países) se torna en vertical (dentro de los países). Y quizá la paradoja
de la productividad está ligada a la extensión de esa desigualdad. No
es un problema de la tecnología, sino de su interacción con los
mercados. Cuando se extiende la precariedad y se limita el consumo, la
economía no trabaja a la capacidad potencial que le permitiría el cambio
tecnológico, sino que se ve limitada por la debilidad en la demanda que
le impone una desigualdad creciente. Esto coarta el crecimiento y la
prosperidad. Pero seamos optimistas. El progreso tecnológico tiene
impacto positivo real: según el pensador israelita Yuval Noah Harari,
por primera vez en la historia mueren más personas por enfermedades
relacionadas con el exceso de alimentación que de hambre. Hay más
mortalidad por envejecimiento que por enfermedades infecciosas. Y por
suicidio, que por crímenes o guerras.
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https://www.lavanguardia.com/economia/20190601/462610670690/el-enigma-de-la-productividad.html
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