Los límites morales del mercado
¿Hasta dónde puede contribuir la economía en
la búsqueda del bien común? Jean Tirole, Premio Nobel de la Economía,
responde en su nuevo libro.
Un análisis de la relación entre mercado y moralidad no estaría completo sin evocar brevemente el tema de las desigualdades. La economía de mercado
no genera una estructura de los ingresos y de la riqueza conforme a lo
que desearía la sociedad. Por eso se ha establecido en todos los países
una fiscalidad redistributiva.
Se
podría pensar que, en la medida en que el mercado se considera con
frecuencia el causante de ese aumento de las desigualdades que se ha
constatado en los últimos treinta años, la desconfianza hacia el mercado
en determinados países sería una reacción al aumento de la desigualdad.
Sin embargo, no parecer ser ese el caso. El 1 por ciento de los
franceses mejor pagados cobraba en 2007 dos veces menos (en porcentaje
del total de los ingresos del país) que sus homólogos estadounidenses;
también la desigualdad global tras impuestos es claramente menor en Francia que en Estados Unidos.
Ahora bien, como he dicho, el doble de estadounidenses que de franceses
creen en las virtudes del mercado. No hay, por otra parte, ninguna
razón para que la actitud hacia los mercados dependa del nivel de las
desigualdades; como demuestran los países escandinavos, un país puede
sumarse plenamente a la economía de mercado y utilizar los impuestos
para paliar las desigualdades.
Le puede interesar “La tierra en Colombia es de unos pocos”
La
ciencia económica moderna ha investigado mucho sobre el modo de medir y
comprender las desigualdades. Un tema que, por si solo, merecería todo
un libro. Me gustaría aquí hacer simplemente algunas observaciones sobre
lo que la ciencia económica puede, o no puede, aportar al debate.
El papel de la economía
Comencemos
por lo que es competencia de la economía: documentar las desigualdades,
comprenderlas y sugerir políticas eficaces (que no dilapiden el dinero
público) para obtener un nivel de redistribución determinado.
Medir las desigualdades
Un
gran número de trabajos estadísticos realizados durante las dos últimas
décadas han aportado una visión más precisa de la desigualdad. El
aumento relativo de la riqueza del 1 por ciento de los más favorecidos
(el «top 1 por ciento») ha sido estudiado con precisión por los
economistas, especialmente por Thomas Piketty
y sus coautores en su análisis de las desigualdades de patrimonio. El
aumento del porcentaje de los ingresos captado por ese 1 por ciento
también ha sido objeto de especial atención. Por ejemplo, en Estados
Unidos, la renta media aumentó un 17,9 por ciento entre 1993 y 2012; las
rentas altas (el top 1 por ciento), un 86,1 por ciento, mientras que
las del 99 por ciento restante solo un 6,6 por ciento; el porcentaje de
los ingresos percibidos por el top 1 por ciento pasó del 10 por ciento
al 22 por ciento en 2012. Los economistas han estudiado, además, la
desigualdad en su conjunto, pues es multiforme.
También
han dedicado mucho esfuerzo a investigar el fenómeno de la
polarización, que se inició hace dos décadas en Estados Unidos y hoy se
observa en la mayoría de los países. Esta polarización consiste en un
incremento de los muy cualificados —cuya retribución aumenta
sobremanera— y de los poco cualificados —cuya retribución se estanca— y
una reducción de los trabajos intermedios que tienen tendencia a
desaparecer. Finalmente, los economistas han analizado la disminución de
la desigualdad entre naciones y se han interesado por la de la pobreza
que, aunque sigue siendo demasiado significativa, está en un fuerte
retroceso gracias sobre todo al dinamismo de las economías china e india
que han pasado a la economía de mercado. Es indispensable tener en
consideración el conjunto de esos trabajos de cálculo de las
desigualdades, pues nos proporciona una radiografía de la situación
presente y nos permite reflexionar mejor sobre la amplitud del problema.
Comprender las desigualdades
El
aumento de las desigualdades tiene múltiples causas y está en función
del tipo de desigualdades de que se trate: ¿de renta o de riqueza? ¿Y a
qué nivel (al del 1 por ciento o al de la desigualdad en un sentido más
global)? En el caso, por ejemplo, del fuerte aumento de los ingresos del
1 por ciento superior se han avanzado numerosas razones.
Primer
factor explicativo: el cambio tecnológico que favorece las
cualificaciones altas, debido al surgimiento de la economía digital, y,
en un sentido más amplio, el aumento de la importancia de la economía
del conocimiento. Esto es especialmente visible en la parte superior de
la escala de retribuciones. Como veremos en el capítulo 14, la economía
digital está sometida a fuertes rendimientos de escala y a economías de
red y, por ello, al fenómeno del winner takes all (el que gana se lleva todo): los emprendedores que fundaron Microsoft, Amazon, Google, eBay, Uber, Airbnb, Skype o Facebook
y sus colaboradores se han enriquecido enormemente y, a la vez, han
creado valor para la sociedad; lo mismo pasa en el caso de los creadores
de nuevos medicamentos o vacunas.
La
globalización ha permitido que esas empresas exportaran rápidamente su
modelo a todo el mundo; y, a la inversa, provoca que, en los sectores no
protegidos (los sometidos a la competitividad internacional), compitan
los asalariados de los países con salarios bajos y los de los países
desarrollados, lo que ofrece a los primeros la posibilidad de salir de
la pobreza, pero ejerce una presión a la baja sobre los salarios de los
segundos. Menos conocido es el hecho de que la liberalización del
comercio aumenta enormemente la desigualdad entre personas de un mismo
país con niveles de competencia equivalentes, lo mismo que beneficia
mucho a las empresas eficaces (que pueden exportar) y debilita aún más a
las empresas menos eficaces (que tienen que enfrentarse a las
importaciones).
La globalización ha aumentado la competitividad a la hora de atraer talentos. Los emprendedores pueden elegir dónde instalar su start-up;
los mejores investigadores, médicos, artistas o cuadros de empresa
acuden crecientemente allí donde se les ofrecen mejores condiciones.
Puede que sea lamentable, pero en nuestro mundo internacionalizado es un
hecho. La competitividad por los talentos libera a estos, pero puede ir
demasiado lejos, como mi colega Roland Bénabou, de la Universidad de
Princeton, y yo mismo hemos mostrado recientemente en un artículo sobre
la cultura de los bonus: para atraerse a los mejores o conservar a los
que ya tienen, las empresas ofrecen retribuciones variables muy
elevadas, excesivamente vinculadas a la rentabilidad a corto plazo y que
llevan a sus beneficiarios, sobre todo a los menos escrupulosos, a
olvidar el largo plazo y, en algunos casos, a adoptar comportamientos
poco éticos.
El que un empresario, un
patrimonio, un investigador o una empresa se vaya al extranjero
representa una pérdida para un país: pérdida de empleos que habría
creado la persona o la empresa en dicho país, pérdidas de impuestos que
habrían sido útiles para la nación, pérdida de transmisión de saber,
etcétera. Es necesario medir la amplitud del fenómeno, y ahí es donde
nos encontramos con el problema: la falta de datos fiables y el escaso
nivel de los estudios empíricos dan paso a todo tipo de ideas
preconcebidas.
No es difícil darse
cuenta de a qué obstáculos se enfrentan los investigadores que intentan
racionalizar el debate estableciendo los hechos. La diferencia de
tiempos (uno no se expatría de repente como reacción a una política que
se considera desfavorable; los efectos se observan a la larga) complica
la estimación econométrica, lo mismo que el hecho de la «no
estacionalidad» del fenómeno (las jóvenes generaciones se mueven más a
nivel internacional que sus mayores). Además, no interesa únicamente el
número de los que se van (como dicta la tradición cultural, los
franceses se expatrían poco, en general). Parece claro que, entre los
emprendedores, las profesiones liberales y los investigadores, la fuga
de talentos afecta más a los mejores; por ejemplo, en el sector de la
investigación, aunque los investigadores europeos que se expatrían son
escasos, el número de los más creativos, muy cotizados en el extranjero,
es desproporcionado; perder el nuevo Steve Jobs o el nuevo Bill Gates es muy caro en lo referente a creación de empleo, ingresos fiscales e innovación.
La
globalización y la evolución tecnológica favorable a los individuos más
cualificados no son las únicas razones del enriquecimiento del 1 por
ciento superior. Algunos han señalado también las retribuciones en el
mundo de las finanzas que, en los países anglosajones, pueden llegar a
varias decenas de millones de dólares anuales en el caso de los grandes
bancos minoristas y aún más en las estructuras no reguladas como los
fondos de inversión especulativos, los fondos de inversión privados o
los bancos de inversión.
Una idea
sobre la que todos los economistas están de acuerdo, sea cual sea su
actitud frente a la redistribución, es que no todas las desigualdades
pertenecen a la misma categoría. Una riqueza que se ha logrado creando
valor para la sociedad no es equivalente a una riqueza procedente de una
renta de situación. Por ejemplo, una causa muy importante del aumento
de las desigualdades de riqueza en muchos países es el aumento de la
renta del suelo. Pero un propietario, a diferencia del inventor de un
nuevo tratamiento contra el cáncer, no crea valor para la sociedad. En
este caso, podría haberse evitado en parte el aumento de la desigualdad
gravando, por un lado, las plusvalías inmobiliarias y, por otro, no
usando los planes locales de urbanismo para restringir la construcción
en el centro de las ciudades y aumentar así la renta del suelo. Del
mismo modo, y tomando el ejemplo que utilizó Philippe Aghion en su
lección inaugural del Collège de France, el millonario mexicano Carlos
Slim, uno de los hombres más ricos del mundo y que ha hecho su fortuna
gracias a estar protegido contra la competencia, no puede compararse con
sus homólogos Steve Jobs o Bill Gates, que han apostado por la
innovación. La conclusión de Philippe Aghion es que hay que refundar
nuestra fiscalidad para distinguir claramente entre creación de valor y
renta, aunque en la práctica esa distinción no sea siempre fácil de
hacer.
Sugerir soluciones y evaluar
El
economista puede también explicar cómo alcanzar de modo eficaz un
objetivo de redistribución o si determinada política redistributiva
logra cumplir su objetivo. Casi todos los economistas militan en favor
de una simplificación fiscal. En Francia, la complejidad fiscal, la
acumulación de impuestos y de ventajas fiscales provocan una
ilegibilidad total. Pero todos los Gobiernos franceses retrasan la
actualización del sistema fiscal*.
A
veces se hacen reformas parciales y con frecuencia efímeras. En su etapa
de primer ministro, Lionel Jospin creó la denominada prima por el
empleo —un complemento salarial que el Estado daba a las personas que
tenían un empleo con salario bajo— tras unos estudios realizados por
economistas que demostraban que, cuando un parado volvía a trabajar,
podía tener... menos ingresos (un tipo impositivo superior al 100 por
ciento). Ello se debía a la acumulación de prestaciones y subsidios;
cada una de esas ayudas, por separado, era fruto de una loable intención
y obtenía sin problemas la aprobación del Parlamento, pero nunca se
tenía en cuenta la conexión entre ellas. Es un problema que resurge
regularmente. El conjunto de todas esas pequeñas ayudas que se concedían
a los más desfavorecidos, cada una de las cuales se justifica
aisladamente, termina por generar unos efectos de umbral muy perniciosos
para la sociedad. Y este no es más que un ejemplo entre otros muchos.
Un acuerdo entre los dos partidos mayoritarios para empezar de cero en
el tema de la fiscalidad sería muy beneficioso para Francia**.
Como
en otros ámbitos, la evaluación de las políticas redistributivas deja
mucho que desear. Por desconocimiento o por reflejo, los discursos pú-
blicos parecen a veces dar más importancia a la presencia de los
diferentes «indicadores» de una política redistributiva que a su
capacidad real de alcanzar sus objetivos fundamentales. Ahora bien, hay
muchas políticas supuestamente igualitarias que o bien se vuelven contra
sus objetivos o tienen escaso impacto sobre ellos y cuestan mucho a la
sociedad, poniendo en peligro, a la larga, el sistema social al que
tanto apego tenemos. El capítulo 9, dedicado al paro, muestra
detalladamente cómo las políticas que supuestamente benefician a los
asalariados, como la de proteger el empleo mediante la judicialización
de los despidos o la de aumentar el salario mínimo en lugar garantizar
un ingreso a todo trabajador en activo, se vuelven en realidad en contra
de los supuestos beneficiarios o, al menos, contra los más débiles de
ellos. Demos algunos ejemplos tomados de otros ámbitos.
Le puede interesar "La democracia es la primera víctima de la desigualdad": Zygmunt Bauman
En
el ámbito de la vivienda, una política cuyo fin es proteger a los
inquilinos que no pueden pagar es en apariencia una política generosa y
humanista. Pero la posibilidad de que no le paguen el alquiler lleva a
los propietarios-arrendadores a seleccionar enormemente a sus inquilinos
y a rechazar, por ejemplo, a los que no tienen contrato fijo o a los
jóvenes cuyos padres no los pueden avalar. En el mismo sentido, aunque
es totalmente legítimo proteger a los inquilinos frente a los aumentos
abusivos del alquiler, una política de control de los alquileres entre
dos contratos termina siempre por producir un parque de viviendas en
alquiler escaso y de baja calidad que afectará ante todo a los que
tienen menos recursos económicos. De nuevo, unas políticas de alquiler
en apariencia progresistas se vuelven contra los individuos más débiles
socialmente***.
Otro
ejemplo paradójico: el sistema educativo francés presume de tener unos
objetivos igualitaristas (a través de los programas uniformes y la
sectorización), pero crea grandes desigualdades en detrimento de los más
desfavorecidos y en favor de los mejores informados y de aquellos cuyos
padres habitan en los barrios acomodados. Otro aspecto paradójico del
supuesto igualitarismo del sistema educativo francés es la negativa a
seleccionar el ingreso en la universidad. Esta negativa da lugar a una
selección a través del fracaso en el primer o segundo año de carrera,
con el resultado de que los estudiantes menos preparados no solo no
tienen acceso a los diplomas de licenciatura, sino que también se
sienten desanimados, por no decir estigmatizados, tras haber
desperdiciado uno, dos o tres años. Desperdicio que se da poco entre las
élites, a cuyos hijos raramente afecta este fenómeno. El sistema de
enseñanza francés constituye en su conjunto un vasto caso de información
privilegiada.
Del mismo modo, el que no haya tasas de matriculación en la universidad y en la mayoría de las grandes écoles
beneficia sobre todo a las clases acomodadas. La solución a este
problema no es sencilla. Hacer pagar el coste de los estudios superiores
puede llevar a derivas, como se ve en el fuerte índice de endeudamiento
de algunos estudiantes estadounidenses. Por otra parte, la clase media
puede encontrarse en dificultades al no tener acceso a las becas. Pero
se puede pensar en unas tasas progresivas y razonables que paguen las
familias cuyas rentas lo permitan y redistribuir parte de esos ingresos
en forma de becas adicionales condicionadas al éxito en los
estudios****.
Finalmente, y a un
nivel más macroeconómico, se sigue considerando con demasiada frecuencia
que, en Francia, el control de las finanzas pú- blicas constituye un
freno para las políticas redistributivas. Sin embargo, a base de esas
reticencias frente al control del gasto público, ponemos en peligro la
propia supervivencia de nuestro sistema social: la fuerte disminución
del gasto en sanidad y educación y la bajada de las pensiones asociadas a
las dificultades financieras representarían, de hecho, una ruptura del
pacto republicano y afectarían especialmente a los más desfavorecidos.
Estos
ejemplos, entre otros muchos, nos dicen una vez más que hay que mirar
más allá del espejo. Para saber si una política pública es
redistributiva o no, no basta con conocer las condiciones
socioeconómicas del público a quien se dirige. También hay que tener en
cuenta el conjunto de sus consecuencias.
Los límites de la economía
Más
allá de la comprensión de las desigualdades y del análisis de las
políticas redistributivas, se perfila una opción de sociedad sobre la
que el economista tiene poco que decir a no ser en su calidad de simple
ciudadano.
En un sistema fiscal
coherente, tiene que haber necesariamente un equilibrio entre algo más
de redistribución y algo menos de poder adquisitivo o de crecimiento (en
caso contrario, el sistema fiscal está mal elaborado y puede ser
perfeccionado). Tomar la decisión pertinente frente a ese equilibrio no
es sencillo. Por una parte, porque depende de las preferencias del
interesado en favor de la redistribución, lo que significa un juicio de
valor personal. En segundo, porque no disponemos de toda la información
necesaria sobre ese equilibrio. Lo que me lleva a volver brevemente
sobre la relación entre causas de desigualdad y deseabilidad de
redistribución. Intuitivamente, conviene saber si los ingresos proceden
del azar o de tener relaciones en las alturas, o si, por el contrario,
son fruto de un esfuerzo o de una inversión. En el primer caso, el
beneficiario no tiene ningún mérito y la redistribución debería ser
total (un tipo impositivo del 100 por ciento). Se trata de un punto de
vista globalmente compartido; incluso los republicanos estadounidenses
más conservadores consideran que la sociedad debe dar muestras de
solidaridad para con los discapacitados dado que no son responsables de
su condición. En el segundo caso, el argumento para mantener un tipo
impositivo que ofrezca incentivos es convincente. El problema es que no
tenemos una idea precisa de qué es lo que genera el éxito financiero, si
el esfuerzo o un cúmulo de circunstancias.
Ante
semejante escasez de información, no es de extrañar que cada uno crea
lo que le interese creer. A este respecto, los sociólogos y los
psicólogos han puesto de manifiesto un fenómeno asombroso: un 29 por
ciento de los estadounidenses cree que los pobres están atrapados en la
trampa de la pobreza y un 30 por ciento cree que el éxito se debe a la
suerte y no al esfuerzo y a la educación; en el caso de los europeos las
cifras son 60 por ciento y 54 por ciento, respectivamente. Igualmente,
un 60 por ciento de estadounidenses (¡incluido un elevado porcentaje de
pobres!) y solo un 26 por ciento de los europeos responden
afirmativamente a la pregunta: «¿Los pobres son pobres porque son
perezosos y carecen de voluntad?». Unas visiones del mundo más bien
antinómicas... Los estadounidenses creen en un mundo justo en el que la
gente tiene lo que se merece; tienden, además, a sobrestimar la
movilidad social de su país. ¿Se equivocan? En la misma medida que los
franceses, sin duda demasiado pesimistas, aunque estos pueden justificar
por qué no creen en el mérito citando, por ejemplo, las numerosas
exenciones fiscales, lo cerradas que están las profesiones, un sistema
educativo que favorece a las clases acomodadas y a los iniciados, la
escasa integración de la población procedente de la inmigración, unas
decisiones públicas que son fruto de la amenaza de los grupos de interés
más que de un análisis del bien común, o el papel demasiado importante
de las relaciones personales para conseguir un contrato en periodo de
prueba o un contrato indefinido (aunque los trabajos de Mark Granovetter
demuestran que en Estados Unidos pasa lo mismo). No lo sé. Lo cierto es
que tenemos poco conocimiento empírico sobre el vínculo entre mérito y
éxito económico en los diferentes países y que justamente ese es el
núcleo del problema: la carencia de información da paso a todo tipo de
creencias.
Pero la historia no se
detiene aquí. Por endebles que sean esas creencias, al menos son
coherentes con el sistema fiscal y social del país. Roland Bénabou y yo
hemos demostrado que esas creencias, que evidentemente afectan a las
decisiones sobre fiscalidad y sobre protección social (lógicamente más
progresistas en Europa dadas sus creencias específicas), son en parte
endógenas. En un país con escasa protección social, es mejor pensar que
el éxito depende sobre todo del esfuerzo personal y que solo la
determinación garantizará un futuro decente al individuo, y en un país
con un sistema de fuerte protección social ocurrirá lo contrario. Y
hemos examinado las consecuencias (los costes y beneficios) de los dos
sistemas de creencias. Por ejemplo, la creencia en un mundo justo tiene
como corolario una mayor estigmatización de los pobres y de los que
dependen de la protección social. Puede llevar a sobrestimar la
movilidad (como parece ser el caso de Estados Unidos). Pero favorece el
crecimiento y vincula más los ingresos netos al mérito, lo que puede
tener efectos beneficiosos (salvo para los pobres), aunque la creencia
en un mundo justo sea errónea...
Le puede interesar La economía aún necesita de la filosofía
Una
dificultad adicional es la de acotar el perímetro en el que se juzga la
desigualdad. Para entender el problema, basta con pensar, por ejemplo,
en la liberalización del comercio que ha podido aumentar cierto tipo de
desigualdades en las economías ricas, pero ha permitido que importantes
poblaciones del sur salgan de la pobreza; o en nuestras reacciones
frente a los migrantes (aunque nuestros conciudadanos no siempre saben
que la inmigración presenta con frecuencia ventajas económicas para el
país de acogida —siempre que el mercado laboral no excluya a los nuevos
entrantes—). Se trata de un juicio ético sobre el que el economista
tendrá una opinión, pero no un conocimiento específico que aportar.
Sin
embargo, este juicio ético condiciona enormemente nuestras políticas de
redistribución y, en un sentido más amplio, nuestras políticas
económicas. Los trabajos de Alberto Alesina, Reza Baqir y William
Easterly han demostrado que la redistribución a través del suministro de
bienes públicos a nivel local es mucho mayor cuando las poblaciones son
homogéneas, ya sea ética o religiosamente. Aunque nos choque que, a la
hora de redistribuir, opere la preferencia comunitaria, la preferencia
nacional y otras formas de preferencia estrechas de miras, son
realidades a las que nos enfrentamos a la hora de concebir las políticas
públicas.
Del mismo modo que unos
individuos diferentes evaluarán la desigualdad en función de
consideraciones geográficas diferentes, el horizonte intergeneracional
contemplado puede también variar mucho entre la población: ¿qué peso
atribuimos a las generaciones de nuestros hijos, de nuestros nietos,
etcétera? Nuestras sociedades no dan muestra de mucha generosidad hacia
las generaciones futuras a pesar de todos los discursos sobre el deseo
de sostenibilidad de nuestras políticas. Es innegable que, gracias al
progreso tecnológico, las futuras generaciones serán, en principio, más
ricas y estarán mejor protegidas de la enfermedad y de la vejez que la
nuestra. Pero les estamos legando un futuro muy incierto. Limitándonos
al caso francés (las mismas observaciones se pueden aplicar a muchos
países), los jóvenes se enfrentan al paro (5 por ciento de índice de
paro en 1968, 25 por ciento en la actualidad) o a empleos menos
atractivos (los contratos fijos representaban el 50 por ciento de la
creación de empleo en 1968 y hoy solo representan un 10 por ciento); a
una escasez de vivienda en determinadas zonas (que implica una rigurosa
selección de los inquilinos, tener que vivir con frecuencia en casa de
los padres y un acceso a la propiedad muy caro); a una educación
insuficiente y no siempre adecuada al mercado laboral, un freno en el
ascenso social (tanto a nivel de las grandes écoles como de la
educación secundaria, como atestigua la clasificación Pisa), y a unos
estudios con frecuencia cada vez más caros para las familias; a unas
jubilaciones no financiadas; a una deuda pública elevada; al
calentamiento global; a las desigualdades... Evidentemente no podemos
vanagloriarnos de generosidad porque, en los hechos, nuestras políticas
están generalmente guiadas por el bienestar de las generaciones en edad
de votar.
Finalmente, la desigualdad,
aunque normalmente se mide desde un punto de vista financiero (renta,
riqueza), reviste muchas otras dimensiones, como la integración en la
sociedad o el acceso a la sanidad. Las desigualdades frente a la sanidad
son bien conocidas. Pero es menos sabido que su amplitud ha aumentado.
En Estados Unidos, un hombre nacido en 1920 tenía una esperanza de vida 6
años mayor si sus ingresos estaban entre el 10 por ciento más elevado
que si estaban entre el 10 por ciento de los más bajos; para las
mujeres, la diferencia era de 4,7 años. En el caso de un hombre y una
mujer nacidos en 1950, la diferencia pasa a 14 y 13 años,
respectivamente. Por ejemplo, la esperanza de vida ha aumentado entre
los hombres de estos dos grupos solamente en un 3 por ciento para los
más desfavorecidos y en un 28 por ciento para los de ingresos altos. Los
investigadores intentan hoy entender las causas de esta disparidad,
algo crucial para definir las respuestas de las políticas públicas.
Empezando por los problemas de causalidad: ¿hasta qué punto la pobreza
genera mala salud o, por el contrario, la mala salud aumenta el riesgo
de pobreza? ¿Los más acomodados tienen hábitos más higiénicos (los
autores del estudio sugieren que en Estados Unidos fumar ha pasado a ser
un fenómeno de clase, reservado a los más pobres)? ¿Tienen acceso a
mejor atención médica? Evidentemente, de todo un poco, pero identificar
bien las causas permite orientar las políticas públicas hacia donde
tengan más impacto.
Le puede interesar La muerte del sueño americano según Noam Chomsky
Especialmente
significativa es la exigencia de dignidad. En la naturaleza de la
inmensa mayoría de los seres humanos está querer sentirse útil a la
sociedad y no ser una carga para ella. En su legítima reivindicación de
que la sociedad sea solidaria con su condición, los discapacitados piden
algo más que dinero: quieren también trabajar.
Los
organismos laborales también se plantean problemas éticos a la hora de
elegir políticas redistributivas, como cuando hay que elegir entre
aumentar el salario mínimo o garantizar una renta mínima para los
trabajadores en activo. Al aumentar el salario mínimo por encima del
nivel de la mayoría de los países, Francia ha optado por aumentar la
renta de los asalariados peor pagados a través del salario en lugar de
mediante transferencias, lo que provoca un paro importante en los
trabajadores cuya cualificación los sitúa en o por debajo del salario
mínimo. Esos parados no solo pierden su capital humano y una parte de su
tejido social, sino también, en cierto modo, su dignidad. Me parece que
la costumbre que tienen algunos de mis compatriotas de borrar de un
plumazo los «pequeños trabajos» no tiene en cuenta esta dimensión.
He
aquí otro debate sobre la moralidad y el mercado al que nos tendremos
que enfrentar debido a la digitalización de la economía, pues tendrá
consecuencias, a veces violentas, en casi todos los trabajos y para la
que, en mi opinión, no estamos preparados.
*
En España se da, además, la circunstancia de que es uno de los países
europeos con menor nivel de recaudación respecto a su PIB. En el año
2014, el Gobierno encargó a un grupo de expertos un informe para
reformar el sistema tributario. El texto incluía 270 modificaciones
impositivas, entre las que se incluía una subida del IVA, una rebaja de
las cotizaciones sociales y la eliminación total de la deducción por
compra de vivienda. Según los expertos, y al igual que en Francia, los
tipos medios de los principales impuestos en España son superiores a la
media, pero las numerosas excenciones, deducciones y tipos especiales
merman los ingresos tributarios y generan distorsiones. [N. del E.]
**
Otro factor de dispersión de las medidas es la multiplicación de
jurisdicciones. En España, existe una elevada falta de coordinación
territorial entre el Estado, las comunidades autónomas y los entes
locales en lo relativo a las ayudas para la inclusión social. [N. del
E.]
*** Por el contrario,
en España, los cambios que se han introducido en los últimos años han
ido en otra dirección. Tanto los Gobiernos del PSOE como los del PP se
han centrado en dotar de más seguridad jurídica y flexibilidad al
arrendador para dinamizar el mercado de alquiler. [N. del E.]
****
En 2012, se optó en España por una subida generalizada de las tasas
universitarias para todos los estudiantes. Cada comunidad autónoma
aplicó un incremento dentro de la horquilla marcada por el Gobierno
central. Hoy por hoy, España tiene uno de los niveles de matrículas
públicas más altos de la Unión Europea. Si bien es cierto que se ha
aumentado la dotación total para las becas, la cuantía que recibe cada
alumno ha bajado. [N. del E.]
-
https://www.revistaarcadia.com/libros/articulo/economia-del-bien-comun-jean-tirole-nobel-de-economia/64792
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada