Vivir sin trabajar
Xavier Ferràs
Imaginemos un país con una sólida economía basada en
innovación. Una economía tecnológica muy automatizada. Con una sociedad
culta y sofisticada que decide repartir los dividendos de esa economía:
un cheque mensual en cash a cada ciudadano, por el simple hecho de ser
ciudadano. Éste es el principio de la renta básica universal (RBU), un
concepto que culmina el discurso sobre cambio tecnológico. Una renta que
constituye una red de seguridad (impidiendo caer bajo el umbral de
pobreza), y que se concede a todo el mundo, independientemente de su
salario y de su condición laboral. Una propuesta revolucionaria de
innovación social. ¿Tiene sentido? Existen defensores en todo el
espectro ideológico. Para los progresistas, significa la abolición
directa de la pobreza. Para algunos liberales, la esencia de la libertad
personal (nadie puede ser verdaderamente libre bajo la tiranía de la
miseria). Para los conservadores, la substitución de un estado del
bienestar ineficiente (con incentivos que derivan en trampas de pobreza
–se percibe la ayuda sólo si se sigue siendo pobre–, y desmesurados
sistemas burocráticos de gestión que generan más costes que las propias
ayudas). Para muchos, la RBU sería la medida definitiva de paz y
justicia social: las clases medias precarizadas son terreno abonado
para inestabilidad política, populismos y neofascismos. Para otros, la
RBU evitaría el colapso del propio sistema capitalista: si la sociedad
se precariza y la desigualdad se extiende, ¿quién va a consumir?
¿Vamos a un futuro sin trabajo? El historiador Harari nos
habla de la useless class (la clase inútil). Si la producción en masa
generó trabajo en masa, parece que la digitalización en masa no lo va a
hacer. ¿Seremos sustituidos por máquinas? Ante un cambio tecnológico,
siempre han emergido nuevos nichos de empleo. Pero, ¿y si estos nuevos
trabajos también son realizados por algoritmos y robots? No sigamos a
los ludditas del siglo XIX (trabajadores textiles que destrozaban la
maquinaria ante la amenaza de desempleo). Nadie va a frenar el cambio
tecnológico, y, a corto plazo, la tecnología es una gran fuente de
progreso: a mayor tecnología, mayor competitividad, mejores
exportaciones, más empleo y mayores posibilidades de diseñar un sólido
estado del bienestar. Pero es imprescindible abrir el debate en el largo
plazo. Si, como indican estudios de Oxford, hacia el 2060 toda tarea
humana podría ser desarrollada por un algoritmo digital o robot, habrá
que pensar en qué tipo de sociedad queremos en ese horizonte. ¿Podría
ser que nos libráramos de la necesidad de trabajar, si un sistema
digital lo hace por nosotros?
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Si esto es así, habrá que buscar mecanismos
redistributivos. Según Brian Arthur (Stanford), si los ingresos totales
de los hogares americanos (8,5 billones de dólares) se distribuyeran
equitativamente entre los 116 millones de hogares, cada hogar tendría
unos ingresos de 73.000 $. Pero 43 millones de norteamericanos viven en
la pobreza, y 100 millones en la precariedad. No estamos en la edad
media: la tecnología genera abundancia. Se crea riqueza como nunca
antes. Pero esta no se distribuye.
Diferentes formas de RBU han sido postuladas a lo largo de
la historia: desde el filósofo renacentista Thomas More, con su Utopía
(1516), a líderes tecnológicos actuales como Mark Zuckerberg, Elon Musk o
Bill Gates, pasando por científicos como Stephen Hawking, inversores
como Warren Buffet, líderes civiles como Martin Luther King, o
economistas de diferentes orientaciones como Keynes o Friedman.
Numerosos proyectos piloto se han llevado a cabo en el mundo, aunque
todos parciales y a una escala tan pequeña que es difícil sacar
conclusiones. Y existen feroces detractores, que resaltan sus
debilidades. ¿La RBU desincentivaría el trabajo? Efectivamente, hay
quien dejaría de trabajar, aunque una parte desarrollaría labores
sociales (atención a niños y ancianos) y otros, viendo su riesgo vital
mínimo cubierto, optarían por emprender iniciativas propias. ¿Alteraría
la meritocracia social? Quizá no es justo que alguien que no contribuya
al progreso (que opte por no trabajar) reciba una renta. Pero es menos
justo aún que quien quiera trabajar no pueda hacerlo y sea condenado a
la miseria. ¿Nos la gastaríamos en alcohol? Los estudios no dicen eso,
al contrario, parece que mejoran substancialmente los ratios sanitarios.
¿Es un tipo de neocomunismo ineficaz? No. Es un nivel mínimo, sin
renunciar a la libertad económica individual. ¿Crearía inflación? Quizá,
pero técnicamente no es inflación: se distribuye el dinero en
circulación, no se crea más.
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Noruega dispone de un fondo soberano sobre la
riqueza del petróleo que ha generado en un trimestre plusvalías de
15.000 € por cada ciudadano. Israel no tiene recursos naturales, pero
obtiene réditos de las inversiones públicas en start-up s deep tech,
que reinvierte en nuevas start-ups. ¿Por qué no constituir fondos sobre
el talento y la riqueza tecnológica de un país? Si mañana leyéramos en
la prensa que Dinamarca implanta una RBU diríamos “¡qué país tan
avanzado!”. Efectivamente, la RBU es el fin de trayecto de una sociedad
culta y sofisticada, sustentada en una competitiva economía de la
innovación y desarrollada por Estados emprendedores, capaces de invertir
pacientemente en proyectos estratégicos de largo plazo. Sólo una
first-mover nation podrá permitirse una RBU. Desgraciadamente, no vamos
por el camino. En el 2018, la mitad del presupuesto estatal de I+D quedó
por ejecutar. En el último ranking de innovación europea, España cae
tres posiciones, y todas las comunidades autónomas retroceden. ¿El sur
de Europa está condenado a la precariedad? No. Portugal asciende y se
posiciona ya como uno de los líderes innovadores de Europa.
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