dissabte, 8 de juny del 2019

Los límites morales del mercado.Jean Tirole

Los límites morales del mercado

¿Hasta dónde puede contribuir la economía en la búsqueda del bien común? Jean Tirole, Premio Nobel de la Economía, responde en su nuevo libro.

2017/07/27

Por Jean Tirole

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Un análisis de la relación entre mercado y moralidad no estaría completo sin evocar brevemente el tema de las desigualdades. La economía de mercado no genera una estructura de los ingresos y de la riqueza conforme a lo que desearía la sociedad. Por eso se ha establecido en todos los países una fiscalidad redistributiva.
Se podría pensar que, en la medida en que el mercado se considera con frecuencia el causante de ese aumento de las desigualdades que se ha constatado en los últimos treinta años, la desconfianza hacia el mercado en determinados países sería una reacción al aumento de la desigualdad. Sin embargo, no parecer ser ese el caso. El 1 por ciento de los franceses mejor pagados cobraba en 2007 dos veces menos (en porcentaje del total de los ingresos del país) que sus homólogos estadounidenses; también la desigualdad global tras impuestos es claramente menor en Francia que en Estados Unidos. Ahora bien, como he dicho, el doble de estadounidenses que de franceses creen en las virtudes del mercado. No hay, por otra parte, ninguna razón para que la actitud hacia los mercados dependa del nivel de las desigualdades; como demuestran los países escandinavos, un país puede sumarse plenamente a la economía de mercado y utilizar los impuestos para paliar las desigualdades.
La ciencia económica moderna ha investigado mucho sobre el modo de medir y comprender las desigualdades. Un tema que, por si solo, merecería todo un libro. Me gustaría aquí hacer simplemente algunas observaciones sobre lo que la ciencia económica puede, o no puede, aportar al debate.

El papel de la economía

Comencemos por lo que es competencia de la economía: documentar las desigualdades, comprenderlas y sugerir políticas eficaces (que no dilapiden el dinero público) para obtener un nivel de redistribución determinado.
Medir las desigualdades
Un gran número de trabajos estadísticos realizados durante las dos últimas décadas han aportado una visión más precisa de la desigualdad. El aumento relativo de la riqueza del 1 por ciento de los más favorecidos (el «top 1 por ciento») ha sido estudiado con precisión por los economistas, especialmente por Thomas Piketty y sus coautores en su análisis de las desigualdades de patrimonio. El aumento del porcentaje de los ingresos captado por ese 1 por ciento también ha sido objeto de especial atención. Por ejemplo, en Estados Unidos, la renta media aumentó un 17,9 por ciento entre 1993 y 2012; las rentas altas (el top 1 por ciento), un 86,1 por ciento, mientras que las del 99 por ciento restante solo un 6,6 por ciento; el porcentaje de los ingresos percibidos por el top 1 por ciento pasó del 10 por ciento al 22 por ciento en 2012. Los economistas han estudiado, además, la desigualdad en su conjunto, pues es multiforme.
También han dedicado mucho esfuerzo a investigar el fenómeno de la polarización, que se inició hace dos décadas en Estados Unidos y hoy se observa en la mayoría de los países. Esta polarización consiste en un incremento de los muy cualificados —cuya retribución aumenta sobremanera— y de los poco cualificados —cuya retribución se estanca— y una reducción de los trabajos intermedios que tienen tendencia a desaparecer. Finalmente, los economistas han analizado la disminución de la desigualdad entre naciones y se han interesado por la de la pobreza que, aunque sigue siendo demasiado significativa, está en un fuerte retroceso gracias sobre todo al dinamismo de las economías china e india que han pasado a la economía de mercado. Es indispensable tener en consideración el conjunto de esos trabajos de cálculo de las desigualdades, pues nos proporciona una radiografía de la situación presente y nos permite reflexionar mejor sobre la amplitud del problema.
Comprender las desigualdades
El aumento de las desigualdades tiene múltiples causas y está en función del tipo de desigualdades de que se trate: ¿de renta o de riqueza? ¿Y a qué nivel (al del 1 por ciento o al de la desigualdad en un sentido más global)? En el caso, por ejemplo, del fuerte aumento de los ingresos del 1 por ciento superior se han avanzado numerosas razones.
Primer factor explicativo: el cambio tecnológico que favorece las cualificaciones altas, debido al surgimiento de la economía digital, y, en un sentido más amplio, el aumento de la importancia de la economía del conocimiento. Esto es especialmente visible en la parte superior de la escala de retribuciones. Como veremos en el capítulo 14, la economía digital está sometida a fuertes rendimientos de escala y a economías de red y, por ello, al fenómeno del winner takes all (el que gana se lleva todo): los emprendedores que fundaron Microsoft, Amazon, Google, eBay, Uber, Airbnb, Skype o Facebook y sus colaboradores se han enriquecido enormemente y, a la vez, han creado valor para la sociedad; lo mismo pasa en el caso de los creadores de nuevos medicamentos o vacunas.
La globalización ha permitido que esas empresas exportaran rápidamente su modelo a todo el mundo; y, a la inversa, provoca que, en los sectores no protegidos (los sometidos a la competitividad internacional), compitan los asalariados de los países con salarios bajos y los de los países desarrollados, lo que ofrece a los primeros la posibilidad de salir de la pobreza, pero ejerce una presión a la baja sobre los salarios de los segundos. Menos conocido es el hecho de que la liberalización del comercio aumenta enormemente la desigualdad entre personas de un mismo país con niveles de competencia equivalentes, lo mismo que beneficia mucho a las empresas eficaces (que pueden exportar) y debilita aún más a las empresas menos eficaces (que tienen que enfrentarse a las importaciones).
La globalización ha aumentado la competitividad a la hora de atraer talentos. Los emprendedores pueden elegir dónde instalar su start-up; los mejores investigadores, médicos, artistas o cuadros de empresa acuden crecientemente allí donde se les ofrecen mejores condiciones. Puede que sea lamentable, pero en nuestro mundo internacionalizado es un hecho. La competitividad por los talentos libera a estos, pero puede ir demasiado lejos, como mi colega Roland Bénabou, de la Universidad de Princeton, y yo mismo hemos mostrado recientemente en un artículo sobre la cultura de los bonus: para atraerse a los mejores o conservar a los que ya tienen, las empresas ofrecen retribuciones variables muy elevadas, excesivamente vinculadas a la rentabilidad a corto plazo y que llevan a sus beneficiarios, sobre todo a los menos escrupulosos, a olvidar el largo plazo y, en algunos casos, a adoptar comportamientos poco éticos.
El que un empresario, un patrimonio, un investigador o una empresa se vaya al extranjero representa una pérdida para un país: pérdida de empleos que habría creado la persona o la empresa en dicho país, pérdidas de impuestos que habrían sido útiles para la nación, pérdida de transmisión de saber, etcétera. Es necesario medir la amplitud del fenómeno, y ahí es donde nos encontramos con el problema: la falta de datos fiables y el escaso nivel de los estudios empíricos dan paso a todo tipo de ideas preconcebidas.
No es difícil darse cuenta de a qué obstáculos se enfrentan los investigadores que intentan racionalizar el debate estableciendo los hechos. La diferencia de tiempos (uno no se expatría de repente como reacción a una política que se considera desfavorable; los efectos se observan a la larga) complica la estimación econométrica, lo mismo que el hecho de la «no estacionalidad» del fenómeno (las jóvenes generaciones se mueven más a nivel internacional que sus mayores). Además, no interesa únicamente el número de los que se van (como dicta la tradición cultural, los franceses se expatrían poco, en general). Parece claro que, entre los emprendedores, las profesiones liberales y los investigadores, la fuga de talentos afecta más a los mejores; por ejemplo, en el sector de la investigación, aunque los investigadores europeos que se expatrían son escasos, el número de los más creativos, muy cotizados en el extranjero, es desproporcionado; perder el nuevo Steve Jobs o el nuevo Bill Gates es muy caro en lo referente a creación de empleo, ingresos fiscales e innovación.
La globalización y la evolución tecnológica favorable a los individuos más cualificados no son las únicas razones del enriquecimiento del 1 por ciento superior. Algunos han señalado también las retribuciones en el mundo de las finanzas que, en los países anglosajones, pueden llegar a varias decenas de millones de dólares anuales en el caso de los grandes bancos minoristas y aún más en las estructuras no reguladas como los fondos de inversión especulativos, los fondos de inversión privados o los bancos de inversión.
Una idea sobre la que todos los economistas están de acuerdo, sea cual sea su actitud frente a la redistribución, es que no todas las desigualdades pertenecen a la misma categoría. Una riqueza que se ha logrado creando valor para la sociedad no es equivalente a una riqueza procedente de una renta de situación. Por ejemplo, una causa muy importante del aumento de las desigualdades de riqueza en muchos países es el aumento de la renta del suelo. Pero un propietario, a diferencia del inventor de un nuevo tratamiento contra el cáncer, no crea valor para la sociedad. En este caso, podría haberse evitado en parte el aumento de la desigualdad gravando, por un lado, las plusvalías inmobiliarias y, por otro, no usando los planes locales de urbanismo para restringir la construcción en el centro de las ciudades y aumentar así la renta del suelo. Del mismo modo, y tomando el ejemplo que utilizó Philippe Aghion en su lección inaugural del Collège de France, el millonario mexicano Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo y que ha hecho su fortuna gracias a estar protegido contra la competencia, no puede compararse con sus homólogos Steve Jobs o Bill Gates, que han apostado por la innovación. La conclusión de Philippe Aghion es que hay que refundar nuestra fiscalidad para distinguir claramente entre creación de valor y renta, aunque en la práctica esa distinción no sea siempre fácil de hacer.
Sugerir soluciones y evaluar
El economista puede también explicar cómo alcanzar de modo eficaz un objetivo de redistribución o si determinada política redistributiva logra cumplir su objetivo. Casi todos los economistas militan en favor de una simplificación fiscal. En Francia, la complejidad fiscal, la acumulación de impuestos y de ventajas fiscales provocan una ilegibilidad total. Pero todos los Gobiernos franceses retrasan la actualización del sistema fiscal*.
A veces se hacen reformas parciales y con frecuencia efímeras. En su etapa de primer ministro, Lionel Jospin creó la denominada prima por el empleo —un complemento salarial que el Estado daba a las personas que tenían un empleo con salario bajo— tras unos estudios realizados por economistas que demostraban que, cuando un parado volvía a trabajar, podía tener... menos ingresos (un tipo impositivo superior al 100 por ciento). Ello se debía a la acumulación de prestaciones y subsidios; cada una de esas ayudas, por separado, era fruto de una loable intención y obtenía sin problemas la aprobación del Parlamento, pero nunca se tenía en cuenta la conexión entre ellas. Es un problema que resurge regularmente. El conjunto de todas esas pequeñas ayudas que se concedían a los más desfavorecidos, cada una de las cuales se justifica aisladamente, termina por generar unos efectos de umbral muy perniciosos para la sociedad. Y este no es más que un ejemplo entre otros muchos. Un acuerdo entre los dos partidos mayoritarios para empezar de cero en el tema de la fiscalidad sería muy beneficioso para Francia**.
Como en otros ámbitos, la evaluación de las políticas redistributivas deja mucho que desear. Por desconocimiento o por reflejo, los discursos pú- blicos parecen a veces dar más importancia a la presencia de los diferentes «indicadores» de una política redistributiva que a su capacidad real de alcanzar sus objetivos fundamentales. Ahora bien, hay muchas políticas supuestamente igualitarias que o bien se vuelven contra sus objetivos o tienen escaso impacto sobre ellos y cuestan mucho a la sociedad, poniendo en peligro, a la larga, el sistema social al que tanto apego tenemos. El capítulo 9, dedicado al paro, muestra detalladamente cómo las políticas que supuestamente benefician a los asalariados, como la de proteger el empleo mediante la judicialización de los despidos o la de aumentar el salario mínimo en lugar garantizar un ingreso a todo trabajador en activo, se vuelven en realidad en contra de los supuestos beneficiarios o, al menos, contra los más débiles de ellos. Demos algunos ejemplos tomados de otros ámbitos.
En el ámbito de la vivienda, una política cuyo fin es proteger a los inquilinos que no pueden pagar es en apariencia una política generosa y humanista. Pero la posibilidad de que no le paguen el alquiler lleva a los propietarios-arrendadores a seleccionar enormemente a sus inquilinos y a rechazar, por ejemplo, a los que no tienen contrato fijo o a los jóvenes cuyos padres no los pueden avalar. En el mismo sentido, aunque es totalmente legítimo proteger a los inquilinos frente a los aumentos abusivos del alquiler, una política de control de los alquileres entre dos contratos termina siempre por producir un parque de viviendas en alquiler escaso y de baja calidad que afectará ante todo a los que tienen menos recursos económicos. De nuevo, unas políticas de alquiler en apariencia progresistas se vuelven contra los individuos más débiles socialmente***.
Otro ejemplo paradójico: el sistema educativo francés presume de tener unos objetivos igualitaristas (a través de los programas uniformes y la sectorización), pero crea grandes desigualdades en detrimento de los más desfavorecidos y en favor de los mejores informados y de aquellos cuyos padres habitan en los barrios acomodados. Otro aspecto paradójico del supuesto igualitarismo del sistema educativo francés es la negativa a seleccionar el ingreso en la universidad. Esta negativa da lugar a una selección a través del fracaso en el primer o segundo año de carrera, con el resultado de que los estudiantes menos preparados no solo no tienen acceso a los diplomas de licenciatura, sino que también se sienten desanimados, por no decir estigmatizados, tras haber desperdiciado uno, dos o tres años. Desperdicio que se da poco entre las élites, a cuyos hijos raramente afecta este fenómeno. El sistema de enseñanza francés constituye en su conjunto un vasto caso de información privilegiada.
Del mismo modo, el que no haya tasas de matriculación en la universidad y en la mayoría de las grandes écoles beneficia sobre todo a las clases acomodadas. La solución a este problema no es sencilla. Hacer pagar el coste de los estudios superiores puede llevar a derivas, como se ve en el fuerte índice de endeudamiento de algunos estudiantes estadounidenses. Por otra parte, la clase media puede encontrarse en dificultades al no tener acceso a las becas. Pero se puede pensar en unas tasas progresivas y razonables que paguen las familias cuyas rentas lo permitan y redistribuir parte de esos ingresos en forma de becas adicionales condicionadas al éxito en los estudios****.
Finalmente, y a un nivel más macroeconómico, se sigue considerando con demasiada frecuencia que, en Francia, el control de las finanzas pú- blicas constituye un freno para las políticas redistributivas. Sin embargo, a base de esas reticencias frente al control del gasto público, ponemos en peligro la propia supervivencia de nuestro sistema social: la fuerte disminución del gasto en sanidad y educación y la bajada de las pensiones asociadas a las dificultades financieras representarían, de hecho, una ruptura del pacto republicano y afectarían especialmente a los más desfavorecidos.
Estos ejemplos, entre otros muchos, nos dicen una vez más que hay que mirar más allá del espejo. Para saber si una política pública es redistributiva o no, no basta con conocer las condiciones socioeconómicas del público a quien se dirige. También hay que tener en cuenta el conjunto de sus consecuencias.
Los límites de la economía
Más allá de la comprensión de las desigualdades y del análisis de las políticas redistributivas, se perfila una opción de sociedad sobre la que el economista tiene poco que decir a no ser en su calidad de simple ciudadano. 
En un sistema fiscal coherente, tiene que haber necesariamente un equilibrio entre algo más de redistribución y algo menos de poder adquisitivo o de crecimiento (en caso contrario, el sistema fiscal está mal elaborado y puede ser perfeccionado). Tomar la decisión pertinente frente a ese equilibrio no es sencillo. Por una parte, porque depende de las preferencias del interesado en favor de la redistribución, lo que significa un juicio de valor personal. En segundo, porque no disponemos de toda la información necesaria sobre ese equilibrio. Lo que me lleva a volver brevemente sobre la relación entre causas de desigualdad y deseabilidad de redistribución. Intuitivamente, conviene saber si los ingresos proceden del azar o de tener relaciones en las alturas, o si, por el contrario, son fruto de un esfuerzo o de una inversión. En el primer caso, el beneficiario no tiene ningún mérito y la redistribución debería ser total (un tipo impositivo del 100 por ciento). Se trata de un punto de vista globalmente compartido; incluso los republicanos estadounidenses más conservadores consideran que la sociedad debe dar muestras de solidaridad para con los discapacitados dado que no son responsables de su condición. En el segundo caso, el argumento para mantener un tipo impositivo que ofrezca incentivos es convincente. El problema es que no tenemos una idea precisa de qué es lo que genera el éxito financiero, si el esfuerzo o un cúmulo de circunstancias.
Ante semejante escasez de información, no es de extrañar que cada uno crea lo que le interese creer. A este respecto, los sociólogos y los psicólogos han puesto de manifiesto un fenómeno asombroso: un 29 por ciento de los estadounidenses cree que los pobres están atrapados en la trampa de la pobreza y un 30 por ciento cree que el éxito se debe a la suerte y no al esfuerzo y a la educación; en el caso de los europeos las cifras son 60 por ciento y 54 por ciento, respectivamente. Igualmente, un 60 por ciento de estadounidenses (¡incluido un elevado porcentaje de pobres!) y solo un 26 por ciento de los europeos responden afirmativamente a la pregunta: «¿Los pobres son pobres porque son perezosos y carecen de voluntad?». Unas visiones del mundo más bien antinómicas... Los estadounidenses creen en un mundo justo en el que la gente tiene lo que se merece; tienden, además, a sobrestimar la movilidad social de su país. ¿Se equivocan? En la misma medida que los franceses, sin duda demasiado pesimistas, aunque estos pueden justificar por qué no creen en el mérito citando, por ejemplo, las numerosas exenciones fiscales, lo cerradas que están las profesiones, un sistema educativo que favorece a las clases acomodadas y a los iniciados, la escasa integración de la población procedente de la inmigración, unas decisiones públicas que son fruto de la amenaza de los grupos de interés más que de un análisis del bien común, o el papel demasiado importante de las relaciones personales para conseguir un contrato en periodo de prueba o un contrato indefinido (aunque los trabajos de Mark Granovetter demuestran que en Estados Unidos pasa lo mismo). No lo sé. Lo cierto es que tenemos poco conocimiento empírico sobre el vínculo entre mérito y éxito económico en los diferentes países y que justamente ese es el núcleo del problema: la carencia de información da paso a todo tipo de creencias.
Pero la historia no se detiene aquí. Por endebles que sean esas creencias, al menos son coherentes con el sistema fiscal y social del país. Roland Bénabou y yo hemos demostrado que esas creencias, que evidentemente afectan a las decisiones sobre fiscalidad y sobre protección social (lógicamente más progresistas en Europa dadas sus creencias específicas), son en parte endógenas. En un país con escasa protección social, es mejor pensar que el éxito depende sobre todo del esfuerzo personal y que solo la determinación garantizará un futuro decente al individuo, y en un país con un sistema de fuerte protección social ocurrirá lo contrario. Y hemos examinado las consecuencias (los costes y beneficios) de los dos sistemas de creencias. Por ejemplo, la creencia en un mundo justo tiene como corolario una mayor estigmatización de los pobres y de los que dependen de la protección social. Puede llevar a sobrestimar la movilidad (como parece ser el caso de Estados Unidos). Pero favorece el crecimiento y vincula más los ingresos netos al mérito, lo que puede tener efectos beneficiosos (salvo para los pobres), aunque la creencia en un mundo justo sea errónea...
Una dificultad adicional es la de acotar el perímetro en el que se juzga la desigualdad. Para entender el problema, basta con pensar, por ejemplo, en la liberalización del comercio que ha podido aumentar cierto tipo de desigualdades en las economías ricas, pero ha permitido que importantes poblaciones del sur salgan de la pobreza; o en nuestras reacciones frente a los migrantes (aunque nuestros conciudadanos no siempre saben que la inmigración presenta con frecuencia ventajas económicas para el país de acogida —siempre que el mercado laboral no excluya a los nuevos entrantes—). Se trata de un juicio ético sobre el que el economista tendrá una opinión, pero no un conocimiento específico que aportar.
Sin embargo, este juicio ético condiciona enormemente nuestras políticas de redistribución y, en un sentido más amplio, nuestras políticas económicas. Los trabajos de Alberto Alesina, Reza Baqir y William Easterly han demostrado que la redistribución a través del suministro de bienes públicos a nivel local es mucho mayor cuando las poblaciones son homogéneas, ya sea ética o religiosamente. Aunque nos choque que, a la hora de redistribuir, opere la preferencia comunitaria, la preferencia nacional y otras formas de preferencia estrechas de miras, son realidades a las que nos enfrentamos a la hora de concebir las políticas públicas.
Del mismo modo que unos individuos diferentes evaluarán la desigualdad en función de consideraciones geográficas diferentes, el horizonte intergeneracional contemplado puede también variar mucho entre la población: ¿qué peso atribuimos a las generaciones de nuestros hijos, de nuestros nietos, etcétera? Nuestras sociedades no dan muestra de mucha generosidad hacia las generaciones futuras a pesar de todos los discursos sobre el deseo de sostenibilidad de nuestras políticas. Es innegable que, gracias al progreso tecnológico, las futuras generaciones serán, en principio, más ricas y estarán mejor protegidas de la enfermedad y de la vejez que la nuestra. Pero les estamos legando un futuro muy incierto. Limitándonos al caso francés (las mismas observaciones se pueden aplicar a muchos países), los jóvenes se enfrentan al paro (5 por ciento de índice de paro en 1968, 25 por ciento en la actualidad) o a empleos menos atractivos (los contratos fijos representaban el 50 por ciento de la creación de empleo en 1968 y hoy solo representan un 10 por ciento); a una escasez de vivienda en determinadas zonas (que implica una rigurosa selección de los inquilinos, tener que vivir con frecuencia en casa de los padres y un acceso a la propiedad muy caro); a una educación insuficiente y no siempre adecuada al mercado laboral, un freno en el ascenso social (tanto a nivel de las grandes écoles como de la educación secundaria, como atestigua la clasificación Pisa), y a unos estudios con frecuencia cada vez más caros para las familias; a unas jubilaciones no financiadas; a una deuda pública elevada; al calentamiento global; a las desigualdades... Evidentemente no podemos vanagloriarnos de generosidad porque, en los hechos, nuestras políticas están generalmente guiadas por el bienestar de las generaciones en edad de votar.
Finalmente, la desigualdad, aunque normalmente se mide desde un punto de vista financiero (renta, riqueza), reviste muchas otras dimensiones, como la integración en la sociedad o el acceso a la sanidad. Las desigualdades frente a la sanidad son bien conocidas. Pero es menos sabido que su amplitud ha aumentado. En Estados Unidos, un hombre nacido en 1920 tenía una esperanza de vida 6 años mayor si sus ingresos estaban entre el 10 por ciento más elevado que si estaban entre el 10 por ciento de los más bajos; para las mujeres, la diferencia era de 4,7 años. En el caso de un hombre y una mujer nacidos en 1950, la diferencia pasa a 14 y 13 años, respectivamente. Por ejemplo, la esperanza de vida ha aumentado entre los hombres de estos dos grupos solamente en un 3 por ciento para los más desfavorecidos y en un 28 por ciento para los de ingresos altos. Los investigadores intentan hoy entender las causas de esta disparidad, algo crucial para definir las respuestas de las políticas públicas. Empezando por los problemas de causalidad: ¿hasta qué punto la pobreza genera mala salud o, por el contrario, la mala salud aumenta el riesgo de pobreza? ¿Los más acomodados tienen hábitos más higiénicos (los autores del estudio sugieren que en Estados Unidos fumar ha pasado a ser un fenómeno de clase, reservado a los más pobres)? ¿Tienen acceso a mejor atención médica? Evidentemente, de todo un poco, pero identificar bien las causas permite orientar las políticas públicas hacia donde tengan más impacto.
Especialmente significativa es la exigencia de dignidad. En la naturaleza de la inmensa mayoría de los seres humanos está querer sentirse útil a la sociedad y no ser una carga para ella. En su legítima reivindicación de que la sociedad sea solidaria con su condición, los discapacitados piden algo más que dinero: quieren también trabajar.
Los organismos laborales también se plantean problemas éticos a la hora de elegir políticas redistributivas, como cuando hay que elegir entre aumentar el salario mínimo o garantizar una renta mínima para los trabajadores en activo. Al aumentar el salario mínimo por encima del nivel de la mayoría de los países, Francia ha optado por aumentar la renta de los asalariados peor pagados a través del salario en lugar de mediante transferencias, lo que provoca un paro importante en los trabajadores cuya cualificación los sitúa en o por debajo del salario mínimo. Esos parados no solo pierden su capital humano y una parte de su tejido social, sino también, en cierto modo, su dignidad. Me parece que la costumbre que tienen algunos de mis compatriotas de borrar de un plumazo los «pequeños trabajos» no tiene en cuenta esta dimensión.
He aquí otro debate sobre la moralidad y el mercado al que nos tendremos que enfrentar debido a la digitalización de la economía, pues tendrá consecuencias, a veces violentas, en casi todos los trabajos y para la que, en mi opinión, no estamos preparados.
* En España se da, además, la circunstancia de que es uno de los países europeos con menor nivel de recaudación respecto a su PIB. En el año 2014, el Gobierno encargó a un grupo de expertos un informe para reformar el sistema tributario. El texto incluía 270 modificaciones impositivas, entre las que se incluía una subida del IVA, una rebaja de las cotizaciones sociales y la eliminación total de la deducción por compra de vivienda. Según los expertos, y al igual que en Francia, los tipos medios de los principales impuestos en España son superiores a la media, pero las numerosas excenciones, deducciones y tipos especiales merman los ingresos tributarios y generan distorsiones. [N. del E.]
** Otro factor de dispersión de las medidas es la multiplicación de jurisdicciones. En España, existe una elevada falta de coordinación territorial entre el Estado, las comunidades autónomas y los entes locales en lo relativo a las ayudas para la inclusión social. [N. del E.]
*** Por el contrario, en España, los cambios que se han introducido en los últimos años han ido en otra dirección. Tanto los Gobiernos del PSOE como los del PP se han centrado en dotar de más seguridad jurídica y flexibilidad al arrendador para dinamizar el mercado de alquiler. [N. del E.]
**** En 2012, se optó en España por una subida generalizada de las tasas universitarias para todos los estudiantes. Cada comunidad autónoma aplicó un incremento dentro de la horquilla marcada por el Gobierno central. Hoy por hoy, España tiene uno de los niveles de matrículas públicas más altos de la Unión Europea. Si bien es cierto que se ha aumentado la dotación total para las becas, la cuantía que recibe cada alumno ha bajado. [N. del E.]
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https://www.revistaarcadia.com/libros/articulo/economia-del-bien-comun-jean-tirole-nobel-de-economia/64792

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