de Antonia Díaz y Luis Puch
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En 2018 la Comisión Europea lanzó la actualización de la Bioeconomy Strategy, una iniciativa que pretende impulsar la investigación y adopción de tecnologías sostenibles en los sectores primarios (agricultura, silvicultura, pesca, alimentos, bioenergía y productos biológicos), junto con ciertas actividades relacionadas en la industria química,  biotecnológica y energética. Las estadísticas de los sectores afectados se pueden encontrar en este estudio; baste indicar que facturan anualmente alrededor de 2 billones de euros y emplean a unos 18 millones de personas. La UE ha invertido ya 3.850€ millones en investigación aplicada en este amplio sector en el programa Horizon 2020 (2014-2020) y ha presupuestado 10.000€ millones en el programa Horizon Europe (2021-2027). Los principales objetivos de este ambicioso plan son (1) la creación de puestos de trabajo, (2) reducir emisiones y la dependencia de la energía de origen fósil, (3) renovar y modernizar la producción primaria y (4) impulsar un ecosistema saludable y la biodiversidad. Es decir, sin discrepancias importantes, la Comisión Europea ha optado por una suerte de Green New Deal (J.F. Jimeno y M. Jansen ya hablaron sobre esto en NeG) que viene a complementar el mercado de derechos de emisión de la UE.
Desde que publicamos el post sobre el Impuesto-Dividendo CO2, nos han preguntado frecuentemente qué es mejor: si un Green New Deal, que apueste por masivas subvenciones a los sectores “verdes”, o el impuesto al carbono que grava, en origen, el uso de energía de origen fósil. Nuestra primera reacción fue de cautela. La Teoría Económica nos dice que hay que gravar aquellas actividades que generan externalidades negativas y subvencionar aquellas que generan externalidades positivas. Una externalidad negativa es un coste que no soporta quien lo genera. De igual manera, una externalidad positiva es un beneficio que no recibe quien lo ocasiona.  Por tanto, no se tiene en cuenta a la hora de calcular la rentabilidad de la actividad y se producirá más (externalidad negativa) o menos (positiva) de lo socialmente deseable. El impuesto o subvención es la herramienta política para que el agente “internalice” ese coste o beneficio. El problema radica en que es más fácil identificar y medir externalidades negativas (emisiones, congestión, humo, ruido), que positivas. Además, la política industrial nunca ha sido fácil porque a menudo se acerca peligrosamente a una forma de dificultar la competencia en los mercados. Sin embargo, como argumentan el profesor P. Aghion y coautores, cuando hay rendimientos crecientes a escala y la financiación a las nuevas empresas es escasa, la política industrial es una manera de fomentar la competencia. Si además, añadimos el impacto medio-ambiental, el beneficio social de la política industrial (bien diseñada para no limitar la competencia) se multiplica. Veamos, primero, cómo el planteamiento micro de la bioeconomía nos ayuda a entender, y eventualmente medir, las externalidades que en última instancia queremos eliminar o fomentar.
La Bioeconomía es Economía
Bioeconomía, economía donut,... los medios de comunicación hablan de estos conceptos como si se estuviera alumbrando un nuevo paradigma económico (véase aquí, o aquí, por ejemplo). Estos nombres son útiles porque ponen de relieve la necesidad de pensar en la sostenibilidad del crecimiento y en el cambio climático. Conviene insistir, sin embargo, en que no son nuevos paradigmas sino conceptos bien conocidos y sólidamente analizados en la Teoría de Economía Pública: la existencia de externalidades y sus efectos sobre la asignación de mercado. Pero vayamos a nuestro estudio de caso.
La industria resinera es un buen ejemplo de bioeconomía y de lo que puede resultar de la Bioeconomy Strategy. Recordamos para ello un documental (RTVE) que se emitió hace unos años sobre la industria de la resina natural en Castilla y León, en decadencia desde que se comercializaron las resinas sintéticas. La extracción de resina está en el origen de la industria Pine Chemicals, como se llama internacionalmente. La forma tradicional de la extracción de la resina requiere de un utillaje muy poco sofisticado: hachas para punzar los árboles, pequeñas vasijas que se cuelgan de los árboles donde se va recogiendo la miera (resina en bruto) y poco más. Las resinas sintéticas se desarrollaron a medida que crecieron las industrias química y petrolera a finales del siglo XIX (al parecer, fue el aumento espectacular de la demanda de jabón lo que indujo la invención de las resinas sintéticas). La producción de este sustituto es intensiva en capital físico por lo que es mucho más barata que la natural. El documental narraba cómo la industria tradicional fue languideciendo hasta hace relativamente poco; los trabajadores fueron abandonando el bosque con las consecuencias típicas cuando una forma de vida se acaba: los mayores se quedan en paro, los jóvenes emigran, y las poblaciones se vacían. Así es el progreso económico: unos sectores decaen, otros entran en alza y, como si se tratara de una ley natural, debemos adaptarnos.
En principio, este ejemplo parece idéntico a muchos otros casos de cambio sectorial donde una tecnología nueva, más barata, hace desaparecer una tecnología vieja. Sin embargo, como en otros muchos casos, el reemplazo tecnológico resulta ventajoso sólo porque la contabilidad de costes no está bien hecha. Como explican científicos del CSIC, en los costes de la industria tradicional no está computado el beneficio social del control de incendios en los bosques, ya que el resinero actúa, de facto, como un guardia forestal. El campo, cuando se abandona, es pasto de las llamas. ¿Cuánto podríamos ahorrar en Protección Civil y en Protección Medioambiental? No lo sabemos. Esta industria, además, genera una externalidad positiva importante: necesita árboles, que absorben CO2. Según un estudio de la Universidad de Sevilla un pino maduro puede absorber hasta 50 toneladas de CO2 en un año, el equivalente a la emisión de casi 30 automóviles, de tamaño medio y que recorran unos 10.000 kilómetros al año. La fijación forestal de CO2 no es la solución contra el cambio climático, pero ayuda. Además, el capital humano específico es indispensable porque la clave del éxito de la industria es la sostenibilidad. La exudación de resina es la manera con la que el pino se protege de insectos peligrosos. Un exceso de extracción debilita el pino y acelera su muerte. Una frecuencia óptima alarga su vida y hace que aumente la producción de resina. El Ministerio de Agricultura y Medio Ambiente regula estrictamente los métodos de extracción aceptables. El objetivo es evitar técnicas predatorias que amenacen los bosques. Más aún, actualmente, el European Forest Institute coordina iniciativas de investigación para ayudar a modernizar el sector y que sea competitivo (los principales competidores son Brasil y China). En definitiva, la actividad resinera vuelve a ser noticia, precisamente en lo que se viene llamando  la “España vaciada” (véase aquí, aquí, aquí, o aquí) ¿Cómo podría subvencionarse la actividad? Una forma muy sencilla sería con un impuesto al CO2 negativo: aquella actividad que directamente elimine o fije CO2 recibe una subvención en función de la cantidad de CO2 fijada. Esta política se puede dirigir, en mayor o menor medida, a todo el sector agroalimentario.
Además, por supuesto, los costes de la producción de resina sintética tampoco están bien calculados. La mayoría de estas resinas son derivados de hidrocarburos. Muchas de las variedades comparten las características de los plásticos. Por tanto, hay, por lo menos, dos tipos de costes que no aparecen computados en la cuenta de explotación de las empresas: (1) las emisiones derivadas del proceso de producción y (2) los costes sociales del reciclaje de los residuos. Las empresas petroquímicas están obligadas a comprar derechos de emisión con los que, en parte, internalizan esos costes. Pero el precio de los derechos, actualmente, está muy por debajo del que se estima necesario para hacer frente al cambio climático: unos 29€ por tonelada, en vez de los 40$ que propone el Carbon Tax-Dividend. Esto se debe a que el EU Emissions Trade System sigue un sistema de subasta que, bien diseñado, consigue que las empresas revelen los costes de producción que previamente han internalizado. Es decir, no consigue que las empresas internalicen su aportación al cambio climático. Por eso el precio del derecho de emisión es tan barato y, por eso, el EU Emissions Trade System debe ser reformado por un buen impuesto-dividendo al carbono. Si un impuesto al carbono, del tipo explicado en nuestro post anterior, entrara en vigor, daría lugar a un aumento en los costes de producción de las resinas sintéticas, impulsando un cambio en las tecnologías empleadas. Si, además, las empresas tienen poder de mercado, tendrán la capacidad de repercutir el impuesto en los precios. Es decir, es posible que el impuesto al carbono no sea un subsidio implícito a la resina natural. Eso dependerá de la capacidad de crecimiento de la industria, lo que a su vez, depende de su estructura de costes.
La propuesta franco-alemana de Impuesto al Carbono
Muy recientemente, el Consejo de Análisis Económico francés y el Consejo Alemán de Expertos Económicos han propuesto conjuntamente (¿por qué sólo franceses y alemanes?), un sistema europeo de Impuesto al Carbono. Creemos que la propuesta tiene varios problemas de diseño de incentivos a la reducción de emisiones que exponemos a continuación.
1.      La propuesta sugiere extender el EU Emissions Trade Scheme a más sectores, pero sigue sin resolver el problema que ya hemos apuntado arriba: un sistema de subasta de derechos de emisión NO hace que las empresas internalicen la externalidad negativa, es decir, las emisiones. Las empresas SIEMPRE pujarán por un precio MENOR que el socialmente eficiente. Además, al gravar a los sectores y no directamente el input (energía fósil) en origen (como sí hace la propuesta americana) distorsiona la estructura de costes de las empresas. El impuesto en origen no tiene un fin recaudatorio sino disuasorio: su objetivo es que su base imponible desaparezca con el tiempo al responder las empresas cambiando sus tecnologías. El impuesto a las empresas grava una base mucho menos elástica y, por tanto, es más distorsionante. Por otro lado, el impuesto en origen (se grava a las refinerías y empresas por donde la energía fósil entra en la economía) es mucho más efectivo para evitar el “carbon leakage”, que las empresas cambien su localización en función de los impuestos pagados (o subvenciones recibidas).
2.      La propuesta franco-alemana incorpora implícitamente que el impuesto irá acompañado de subvenciones, lo que supone en parte una iniciativa redundante a la Bioeconomy Strategy, que tiene un enfoque claro y un programa definido, y que a su vez podría ampliarse.
3.      La propuesta destaca la esperable mayor efectividad del precio al carbono en los “países pobres de la UE.” La razón: los costes de mitigación (abatement) de las emisiones de CO2 en estos países tienden a ser más bajos”. Esta hipótesis es errónea y no tiene en cuenta efectos dinámicos y de equilibrio general. A este respecto queremos llamar la atención sobre un artículo reciente publicado en Energy Economics, en el que analizamos la relación entre uso de energía y crecimiento económico. El artículo estudia la interacción entre la evolución del PIB real per capita de los distintos países, y los cambios en su intensidad energética y en la participación de las energías limpias en su mix energético primario. Ahí mostramos que la sustitución en el mix energético primario de energías fósiles por renovables no parece ir asociada a un mayor crecimiento económico a nivel global de forma general. Sólo cuando se sustituye energías fósiles por energías renovables “de frontera” (solar, viento, olas, geotérmica; por oposición a “convencionales”: hidroeléctrica y biomasa) y sin que aumente la intensidad energética, encontramos que el uso creciente de energías renovables, y por tanto que reducen las emisiones de CO2, va asociado a un mayor crecimiento del PIB. Es decir, nuestros resultados sugieren que el impuesto al carbono puede tener un “efecto multiplicador” si la demanda se orienta hacia las energías renovables “de frontera,” tarea que puede no ser fácilmente realizable para los países que enfrentan dificultades en la gestión de su mix energético, que son los países más pobres. Es decir, la propuesta franco-alemana NO favorece a los países más pobres de la UE, por no hablar de la complejidad de las compensaciones que se sugieren ante este panorama.
4.     Se propone, además, que el dividendo –la transferencia que hace que el impuesto al carbono sea neutral– se dirima a nivel nacional; es decir, que no haya subsidios cruzados entre Estados de la Unión Europea. Esto provoca una gran distorsión en un gran espacio económico donde hay libertad de movimiento de capitales y de empresas y redunda en que sea más difícil de aceptar políticamente. Además, cabe esperar importantes distorsiones y escasos dividendos en los países que han de afrontar grandes cambios tecnológicos, frente a pequeñas distorsiones (o incluso ganancias comparativas) e importantes dividendos a distribuir domésticamente en aquellos países que llevan años mitigando sus emisiones.
5.  Un impuesto uniforme sectorial, por lo dicho en los puntos 1 y 3,  es mucho más difícil de aceptar políticamente que el impuesto en origen. Los acontecimientos recientes de movilización de los llamados “chalecos amarillos” podrían estar enturbiando esta estrategia de esfuerzo climático dirigido-compartido que puede resultar en una transferencia sur-norte.
Frente a la “estrategia norte-(sur+este)” que parece sugerir la propuesta franco-alemana, con los habituales y alambicados equilibrios de soberanías, nosotros apostamos por la combinación de la Bioeconomy Strategy (posiblemente ampliada) y un Impuesto-Dividendo CO2 bien diseñado. Las dos medidas son complementarias: la Bioeconomía se refiere a iniciativas dirigidas a la modernización sectorial (primaria en este momento, pero en el espíritu del Green New Deal) mientras que el impuesto al carbono ideal afecta a los extractores de la energía fósil. Una medida se dirige a la externalidad positiva y la otra a la negativa.